Cholula está muy abandonado. Cerraron las universidades y los muchachos están obligados a estudiar desde casa, algunos bares necios tratan de jalar clientes, pero se ven tristes, patéticos. Nadie adentro de estos lugares quiere estar ahí: meseros, bartenders, los pocos clientes despistados, todos tienen caras de muy aburridos. En el paseo matutino de la perra, nos encontramos a unas quince personas, máximo. Unos ocho o nueve de ellos, como yo, pasean a sus perros. También son un poco más atrevidos: los dejan andar sin correa. Nico no podría, su olfato y su necedad podrían matarla de un atropello. Del otro lado pasa la gente en bicicleta con sus tapabocas. Tengo la impresión de que vivo en un pueblo responsable y mi cuerpo remiso no se pondrá a prueba.

Los atardeceres han mejorado porque cuando salgo a correr, hay mucho espacio en la calle. También hay menos autos, menos humo de escape para castigar los pulmones. Como ya no hay estudiantes, no hay humo de cigarrillos qué perseguir o pequeños shorts con qué distraerse. Los pocos que estamos aquí conservamos distancia. Me alegra que casi no conozco a nadie. A fuerza de encontrármelos, levanto la mano para saludar a los vecinos que ya nos identificamos. Pero no tengo razones para detenerme y saludar de mano y beso. No me interrumpo, corro hasta que estoy satisfecho. Mientras tanto, cuento la gente con tapabocas como un ejercicio tonto y ocioso, divertimento mental. También escucho, casi nadie tose o estornuda. En general, no sabemos exactamente dónde estamos (esta mañana dijeron que somos fase 2), pero parece que sí nos vigilamos los unos a los otros.

Hace unos meses, quizás un año ya, fui a Profética a ver a mi amigo Adolfo Córdova y platicar un rato. Me presentó a una muchacha de su grupo del FONCA que era, quizás, unos diez años menor que yo. Estúpidamente, caí en la horrible costumbre de dar la mano y dar el beso. El horror. Ella se notaba visiblemente incómoda y yo me disculpé débilmente por un impulso automático, uno que creía olvidado, doblegado o encajonado. Un momento Michael Scott. Siempre he procurado ser muy cuidadoso para los contactos humanos, súbitos y rutinarios, porque de igual modo, si no estoy preparado, no me gusta que me toquen. Trato de regresar la misma cortesía; pero vivir en un pueblo, y vivir medio aislado, hace que se me olviden las cosas, confundo las fórmulas, las generaciones cambian sus modos. Ha pasado el tiempo y sigo pensando en ello, supongo que la cuarentena me pone sensible y con ganas de pellizcar testículos, o pezones, o papadas, quizás.

Cuando trabajaba en casting, el tacto era una estrategia. Una mal empleada conmigo, la mayor parte de las veces, pero explicarle a la gente toma más tiempo, no lo entienden. Apuesto que muchas personas se levantan pensando que su día mejorará a través de los besos y los abrazos para saludar a las recepcionistas, a los ingeniero, a los contadores. Roce de manos, besos bien calculados, aromas pegajosos. Un sinfín de actores y modelos me tocaban para hacerse presentes pero yo era breve, me ponía como un muro. Especialmente con los adolescentes porque uno no sabía que instrucciones habían dado los padres ambiciosos. Cuando más joven, creía fácilmente en la ilusión de ser profesional, sensato. Más de una vez, hombres o mujeres, guapos y feos, me rodearon con sus brazos para hacerme saber que estaban presentes o que ya habían llegado. Algunos detenían mi trabajo para saludarme, ya sea cuando dirigía alguna actuación o cuando pasaban a mi sala de edición.

Yo soportaba como mejor podía.

La mayoría de aquellos estímulos no fueron maravillosos, muchos de ellos sobrepasaron mis límites pero también, me gusta pensarlo así, los educaron. Cuento uno o dos abrazos y caricias que fueron memorables, que lo fueron tanto que incluso, unos dos o tres días después, aún me sentía enamorado. Puedo enamorarme otra vez de pensar en ellos.

Al inicio de alguna de mis quimioterapias (5 horas en la silla), un sábado, entró un grupo de señores y señoras, especialmente señoras, disfrazadas de payaso a entretener a los pobrecitos enfermos de cáncer. La destrucción de Patch Adams, Robin Williams carcajeándose en su tumba, imagino que lo hubiera apreciado como una broma de matices trágicos y sutiles. Busqué mis audífonos para perderme en la música y me di cuenta que los había olvidado. Previendo cierta ruina, me entregué a una frenética y concentradísima lectura de mi ladrillo de Shakespeare, hasta que una señora menudita se paró frente a mí y se tomó muy en serio la tarea de hacerme feliz. Intenté protestar pero fui ignorado. Habló y habló y habló de su vida y de su hijo. Pregunté por él, para engañarme con que podía controlar la interacción, al menos. Me dijo que no estaba casado pero vivía con un amigo, y que era pianista profesional y por qué no tenía muchachas, si a las muchachas les encantaban los músicos, y yo con cara de “señora dese cuenta de muchas cosas, pero la más importante: déjeme en paz”.

Siempre he tenido mala suerte; me ven grande y sosegado, y las señoras se me embarran fácil.

Cuando salí de aquella quimioterapia, entre el mareo, el asco y con los brazos ardiendo por los dolores habituales del tratamiento, la señora se animó a abrazarme y me dio las gracias por ser un buen escucha a pesar de mi situación. Silenciosamente, en un trance químico y divino, le pedí a dios que me matara de una trombosis pero, igual que como en muchas otras ocasiones de este enfadoso proceso, dios no hizo caso. Quise hacer distancia pero, adivinando las maneras de mejorar el castigo, la señora llamó a las otras señoras disfrazadas de payaso y de repente estaba envuelto en brazos, pelucas, batas blancas y narices multicolores. Decidí callarme y aceptarlo. Era la manera de que todo terminara rápido.

Es uno de los momentos más incómodos de mi vida. Recibir contacto cuando no lo quieres, cuando físicamente no estás dispuesto o preparado para tolerarlo. Pero estoy casi seguro que ellas se la pasaron bien. Algunas veces me río cuando cuento la historia, esa es la verdadera sanación.

Tenía un tío que de niño me hacía cosquillas, me hacía saltar de mi asiento para darme sorpresas y sustos; cuando leía, cuando jugaba videojuegos o cuando estaba en silencio, pensando sabe qué cosa, muy serio mientras trataba de entender las figuras que miraba a través de la ventana. Era su manera de relacionarse conmigo, de molestar y ser feliz. Quizás debería decirle que lo buscan en los hospitales para ponerse una peluca y una nariz de payaso.

La gente está imaginando que el corona virus cambiará de maneras insospechadas, permanentes, trágicas e irremediables la vida de todos, no regresaremos a ser lo mismo; mismas pavadas se han dicho sobre la era de acuario o el mercurio retrógrado. He visto la fantasía de muchos respecto a la evolución del contacto humano. La mía es que los extraños no volvamos a tocarnos y que entre familiares y amantes, al menos, primero nos invitemos el café y nos pongamos sobre aviso. Me gustan las largas conversaciones antes de dictar los acuerdos del tacto. Después, si todo salió bien, se pedirán unas veinte o treinta nalgadas para cerrar algún contrato.