Oaxtepec, Oaxtepec, vamos a ganar, este partidazo lo vas a disfrutar

La primera vez que escalé una montaña, tenía apenas unos ocho años. Y no era una montaña, pero apenas un montoncito de tierra en Oaxtepec, Morelos. Quizás era una colina, una muy modesta. Era tan alta como para que, en ese entonces, yo pudiera entender el concepto de lo vasto, pero sin abrumarme con la posibilidad del infinito, o del tedio, o del peligro. Recuerdo el cansancio de las piernas, los primeros dolores pulmonares relacionados al cansancio en vez de las enfermedades. Las nubes altas en el cielo (mira, recién había descubierto que las nubes se movían con el viento), las miradas aprensivas de mi madre, las despreocupaciones totales de un chamaquito que jamás ha pensado en huir, o tirarse de las vías del metro, o reflexionado sobre la rutina de sobrevivir una cotidianidad enfadosa hasta que suene el timbre, y consiga su momento, su sagrado momento para recluirse en mundos de ficción porque son más sencillos, porque tienen reglas que ayudan a sobrellevarlos página tras página, pantalla tras pantalla, pixel tras pixel. Gané premios esa vez, las medallas imaginarias, algún rey fantasmagórico envió a sus emisarios para entregarme trofeos de oro (quizás, si los encuentro, podré venderlos por dinero constante y sonante para pagar mis deudas) y fui designado el caballero de una nación lejana. Habré desposado alguna princesa, o algún príncipe, o me habrán regalado un perro místico para vivir aventuras mágicas en… un momento.

De camino al Iztaccíhuatl, vi gente en bicicleta que no estaba ahí

Me gustan las anécdotas de los que escalan montañas porque siempre tienen un tufo de peligro, o de supervivencia, uno envidiable para los hombres semisedentarios como yo. Una de ellas me la contaba una tía, de esas aventureras y bien deportistas, tanto que a veces uno baja los kilos de solo oírla y acabas tan cansado de las piernas, los brazos y la mema, que pides esquina para el descanso y la garnacha (hay que reponer todas esas calorías que uno gasta escuchando). Ella contaba que pasaron sabe cuántos días en el frío y durmiendo mal, tratando de escalar el Izta, el maravilloso Izta. Quizás fueron unos tres o cuatro días, pero para efectos prácticos de esta anécdota, diré que trataron de escalarlo durante varios años. Unos cuatro o cinco años, porque siempre salía algo, una distracción o una misión nueva. Contarnos sobre su experiencia parecía dificultársele porque sus ojos se iban a ese otro lugar, uno que está en la memoria pero está construido por inventos y animales fantásticos. Poco nos dijo de los kilómetros, de la altura y la densidad del aire, nunca nos habló del frío y de las chamarras, los jorongos y los itacates, pero nos habló de víboras gigantes, víboras que vuelan para vigilarlo a uno, y de una familia en bicicleta que recorría las carreteras sin temor de los autos, los riscos y los baches. “Cuándo le preguntaba a los otros sobre lo que miraba”, decía la tía, “me ofrecían agua y me invitaban a que me durmiera. Es que estás viendo tus sueños, me decían, no has dormido bien y tus sueños están trepando contigo la montaña”.

Descanse en paz, Jorge Cázares, imaginador de montañas que encendió muchos de mis cigarrillos

Antes de adquirir un Zippo, procuraba encender mis cigarrillos con cerillos La Central porque la peste del primer golpe de nicotina combinada con el fósforo apagado era uno de mis placeres. Encontraba descanso en sus paisajes impresos en la cajita, también encontraba algunos recuerdos mezclados con animales imaginarios (como los tíos y las madres aprensivas). Suponía que los pintaba un bobross, comparativa fácil y juvenil, uno que vivía encerrado en las oficinas de los cerillos, uno que convivía con las criaturas del fósforo y los ingenieros químicos. El maestro pintó, en su cabeza, recorría las montañas mexicanas que visitó de chavo. Después, ayudado de mapas y descripciones topográficas, se ponía a pintar para abrir la puerta a nostalgias inconclusas: cuadros de viajes y paisajes para los recluidos, los estoicos e indiferentes, aquellos que tuvieran de uno a tres pesos y saborearan los cuentos de Rulfo o de Yáñez, Ese bobross se llamaba Jorge Cázares y si uno lo guglea, verá que, efectivamente, parecía que vivía encerrado en su estudio capturando momentos en el tiempo que eran perfectos en iluminación y aire. Daba color a los centenares de paisajes de las películas mexicanas del siglo de oro. Ojalá encontremos los valles y las nubes de Cázares, sus sombras colosales que parecen depositar un poco de hiperrealismo en sus cuadros (propuesta de videojuego de mundo abierto). Más de una vez, en la tiendita, escuché que alguien pedía unos cerillos de La Central porque, al menos así, podrían escalar una montaña.

Publicado originalmente en LJA.