El 19 de septiembre, el día del temblor del 2017, iba en el auto con mi esposa. Ella manejaba sobre un puente en Boulevard Atlixco, el concreto se movía como gelatina. Sentí una punzada extraña en el pecho, pero apreté la pierna de mi esposa y le dije, sigue avanzando, poco a poco. No te detengas. Ella hizo caso. No sé si porque yo lo dije o porque era de sentido común. Quizás no dije nada, quizás todo fue telepáticamente o con señales de humo. Todo el camino me agarré el pecho hasta que pudimos estacionarnos. Entonces hice ejercicios de respiración, los que aprendí para controlar mis ataques de pánico, me empecé a reír y le dije: “no te preocupes, estos temblores pasan todo el tiempo en la Ciudad de México. No fue nada”. Creo que encendimos el radio. Creo que, además, en el camino, miramos a los oficinistas con los ojos al cielo, hasta donde terminaban sus portentosos edificios. Envié algunos mensajes a mi familia como es costumbre y solté el celular hasta en la noche.

No tenía idea.

Más tarde, Twitter y Facebook me tragaron. Miraba las fotografías, los periódicos y leía obsesivamente el trabajo de las redes sociales para comunicar en la inmediatez. Se abrieron websites con documentos de Google para registrar lugares de interés y de peligro. Gradualmente me sentí perdido, desolado, porque una de las colonias más afectadas fue donde pasé gran parte de mi adolescencia (del Valle, Narvarte, Doctores, Obrera, por ahí). Vi los edificios destruidos y abandonados, vi los edificios evacuados y definitivamente rotos. La soledad de la gente y los tiliches en la calle. Leí las crónicas de algunos amigos sobre el temblor. Uno de ellos perdió su departamento y se lamentaba por comenzar de nuevo. Otro evacuó sin poder rescatar a sus mascotas. Temblores como este, quise decirme al principio, ocurren todos los días en mi ciudad, ¿y hoy por qué se está cayendo? ¿Por qué estoy perdiendo mis calles, mis edificios, mis colonias de esta manera?

No dormí durante dos noches. No podía hacerlo. Tomé un poco del poder de las redes sociales pero para desmentir rumores. Empecé a gestionar a una pequeña red de amigos y contactos para preguntar cómo estaban las cosas en algún lugar y desmentir información sin confirmar, también empecé a tomar nota de preguntas y necesidades para dirigirla a gente que pudiera resolverlo o preguntar en el lugar indicado. Hice una colección de vínculos útiles para quien hiciera preguntas, no recibiera respuestas y se lo mandaba por mensaje directo para que tuvieran un lugar donde preguntar. No hice mucho, pero no dormí dos días. Necesitaba hacer algo porque no estaba ahí para levantar escombros, o entregar despensas, o andar por el auto para verificar que mi ciudad siguiera viva. Hice lo mejor que pude hacer. No fue mucho, pero no podía dormir.

Un año después, me diagnosticaron linfoma de Hodgkin. En sus inicios, imaginaba que el temblor fue el punto detonante porque aquel día de septiembre había sentido, precisamente, que una estructura orgánica se desprendía en el interior de mi pecho (eso creía), tal como sentía, cosas del cáncer, como los tumores se movían entre mis pulmones y mi corazón. Para mí ambas sensaciones eran iguales, aún hoy creo que son la misma porque eso se ajusta mejor a mi narrativa personal. En mis primeras citas médicas, a cada oncólogo o internista con el que me encontraba, preguntaba cuánto tiempo tenía desarrollándose la enfermedad y sólo sabían responderme que entre tres y seis meses. Mi idea romántica de enfermar junto con la ciudad no estaba ajustándose a los tiempos de cierto universo narrativo. Esto me dejaba sin una explicación, un origen que tuviera sentido y yo pudiera determinar como el instante de quiebre. Todavía hoy sigo aprendiendo a lidiar con ello.

Pero construirme una narrativa no era esencial cuando esta misma se desarrollaba sola; el temblor trajo consecuencias imprevistas a un año de ocurrido: por ejemplo, escuché que alguno de los hospitales donde trataban mi cáncer, en Puebla, por parte del IMSS, estaba saturado y además seguía en reparaciones. Incluso si conseguía tratamiento o lugar, probablemente terminaría siendo aplazado unos meses y en estos casos, perdonen el lugar común, cada segundo cuenta. Para entonces ya estaba saturado de información: sabía que estaba enfermo, mi prioridad no sólo era buscar la cura pero también solucionarlo sin la ruina económica. A algún amigo le dije: “bueno, este es el momento de endeudarse, primero la salud”. ¿Verdad? Nah, no seas mamón, agustínfest. Me imaginé trabajando toda la vida para pagarme el tratamiento. De qué me sirve la salud si me la voy a arruinar con el estrés del cochino dinero. Puse al ratoncito a trabajar de maneras que no creía posibles. La investigación sobre tratarme en Puebla sin darme en la madre se veía cada vez más negra. Y mucho, en parte, fue por el 19 de septiembre. En la Ciudad de México hice los trámites y los primeros análisis e incluso ahí, en el primer hospital, había rastros de lo ocurrido hacía un año: pasillos cerrados por remodelación, paredes agrietadas, simulacros cada tanto. Las fracturas me estaban persiguiendo (no sólo a mí, lo sé, pero…), no sólo por dentro pero también por fuera. Aunque lo ideal hubiera sido evitarse los viajes y recibir las inyecciones de quimioterapia localmente, el temblor cambió la dinámica y tuve que adaptarme.

Durante una de mis inyecciones, no tengo cabeza para recordar cuál, hubo un temblor que paralizó a toda la sala. Uno de los enfermeros salió disparado, otros levantaron los brazos, pidieron que nos tranquilizáramos y a partir de ahí, repartieron tarjetones con nuestros nombres, por si, ya saben, se caía el hospital. Sí, se sintió chingón, pero no había cómo levantarse. Una vez te inyectan, no es como que puedas salir corriendo con la sonda y el medicamento (ácido para convertirse en el guasón) a las calles. El enfermero espantado regresó a su puesto luego de un rato, ya habían callado las alarmas. Nadie lo criticó, por qué iban, si tal vez se le cayó una casa o se le murió una abuela, o un hijo, o un perro. Pobre, pensé, con la sonda todavía en la vena y el ardor en los brazos. Pobre cabrón. Ese día, un señor con cáncer del estómago y yo platicamos de dónde nos agarró el 19 de septiembre del 2017 para pasar el rato. No tenía suficiente humor negro para mirar el techo e imaginar, agradablemente, que me podía caer encima y terminar con los dolores, los viajes, las estadísticas y, sobre todo, la neurosis del enfermo. Llevé mi tarjetón todos los días que me tocaba inyección (hola-soy-agustín) aunque no volvió a temblar.

Cada tanto viajo a la ciudad para que me revisen los doctores, o me hagan otro estudio, o resuelvo algún asunto burocrático que compete a la enfermedad, a la salud, a mi identidad de mexicano resquebrajado pero con bastante ingenio y buen humor, sí señor, porque el chile y el nopal. La carne y el temblor. Algunas veces camino por Rebsamen, otras por Pitágoras, otras por Eje Central o la Alameda. Veo, cuando camino y me pierdo, al huir de los hospitales y las consultas, como la ciudad ha restaurado algunos de sus edificios heridos. Mi propia carne está rota por dentro, está cicatrizada, como edificios profanos que no debieron existir y alguien tuvo que arrancar de raíz. ¿Lo saben? Siento un dolor en el pecho cada tanto, un tirón, que según mi radiólogo dijo es normal y que probablemente sentiré toda la vida, un recordatorio físico e inexorable de las transiciones, de las etapas humanas y los corazones rotos. Entonces pienso que no me fue tan mal. Entonces pienso, paradójicamente, sintiéndome culpable y recordando aquellas noches sin dormir y ese peculiar sentimiento de quiebre orgánico, que el temblor me ayudó a vivir.