Probablemente el videojuego más difícil que he jugado en mi vida (o al menos se sintió como tal) fue Ninja Gaiden III. Aún tengo pesadillas con el estribillo de muerte, unas notas de alguna flauta japonesa y digitalizada con intenciones de tristeza y de burla. Pero no podía dejarlo así, no después de haber muerto cientos de veces. Quizás los videojuegos perpetúan el mito millennial: si le echas ganitas, puedes conseguir lo que sea. Tenía no más de once años. Hora tras hora, los días de semana y las semanas de verano, en las tardes y las madrugadas, memorizaba los patrones de los niveles. Ryu Hayabusa hablaba en japonés y no entendía los escenarios, pero eso no me importaba (era pobre, yo nunca tuve un Nintendo, tuve una Famicom comprada en el legendario tianguis de República del Salvador).

Necesitaba llegar al final.

Recuerdo específicamente un villano, una máquina blanca y voladora, un dron pero abultado y feo, y para evitar a este enemigo debías moverte unos milímetros más de pantalla para que el juego dejara de registrarla (se me ocurre, quizás, que la creación es luz, el disparo de los colores a la pantalla es la existencia; los colores que persisten en nuestro universo es una comprobación de la realidad). Si no lo hacías correctamente, la máquina daba un giro y te pegaba por detrás en una plataforma donde apenas tenías espacio para dar la vuelta y el botonazo. Digamos que este era un momento muy básico del juego: si morías a menudo aquí, sabías que no sería un buen día, que lo mejor era retirarse a la paz de la lectura o dormir.

En uno de aquellos veranos, en mi casa compraron una VHS y cuando supe que podía grabar cómo jugaba mis videojuegos, configuré todo para grabar mi último juego de Ninja Gaiden III. Me decía que era el último porque pensaba que debía ser perfecto. Durante tres horas y media hice un recorrido de principio a fin, con pausas breves para la coca cola y el baño, donde sólo perdí unas tres o cuatro vidas. Mi mejor juego, pero claro, en ese entonces los videojuegos duraban una vida y los asimilabas así como las reliquias generacionales. No tenías la posibilidad de cientos, o miles. Tenías que jugar lo mismo una y otra vez, así como algunos de nuestros antepasados memorizaron y descubrieron detalles que nosotros jamás podremos encontrar en el Quijote porque o compraban velas, o más libros (se me ocurre que todos los hombres, y todas las mujeres, somos Homero: continuamente recitamos las líneas de los mismos poemas hasta perfeccionarlas, repartirlas y revivirlas. La historia no es la historia pero la repetición de una locura tenaz. La luz es la realidad pero la voz es la creación).

En un recordatorio de la vida niña, durante estas semanas jugué algo llamado Dark Souls. Me frustré como hacía tiempo no lo hacía, musité groserías y salí a la calle a golpear señores amarillo pikachu. En un mundo valiente donde los videojuegos difíciles ya no venden, un puñado de japoneses produjo una fantasía oscura que trata de morir continuamente, porque la idea es morir para aprender y entender el funcionamiento de las cosas: las trampas, los enemigos, los escenarios. El jugador aprende a crear patrones de ataque y coreografías de defensa, además de entender los entornos y los atributos de sus armas y armaduras. Hace tiempo no encontraba un juego donde cada punto valiera para hacerte más fuerte. Casi 70 horas después, sigo pensando en aquellos entornos viciosos y crueles, en las fórmulas y las estructuras para convertirte de un jugador pobre a una especie de semidios tímido (y lo digo así porque en etapas avanzadas, nunca lo superas, en realidad la basura todavía puede matarte: es un juego donde la arrogancia cuesta pero es un premio dulce).

El verdadero deleite del juego es el enigma, la ambigüedad de la historia. Nadie te explica qué está pasando y todos suponen que conoces el mundo. En Dark Souls, juegas el papel de un héroe silencioso (Chrono Trigger, Zelda, Mario, algún día hablaremos de las voces en los héroes binarios), así que no tienes posibilidad de hacer preguntas, pero puedes descubrir cosas leyendo las descripciones de los objetos o escuchando a los otros personajes que aparecen por ahí. La mayoría de los personajes parecen a punto de enloquecer, cínicos, fragmentados porque al igual que tú, según la historia, han muerto incontables veces y están a punto de rendirse. Las voces en inglés son británicas y añaden tonos de locura, de cinismo y desparpajo necesarios para involucrarte, penetrar la atmósfera y quedarte ahí. Algunas veces te separas de la historia principal para salvar a alguien y horas más tarde, te reencuentras con su cadáver en otra parte del mundo o lo encuentras medio vivo, en circunstancias que te obligan a matarlo.

Si tuviera que recomendar un videojuego para la vida, uno que no fuera Pokémon, uno solo, podría recomendar Dark Souls. Aunque no recomendaría Ninja Gaiden III. Sí, creo que no.

Publicado originalmente en LJA.