En un episodio de BoJack Horseman, quizás era un final de temporada, el caballo fumador y alcohólico corre, suda, tose en una calle empinada. De un momento a otro quiere hacer ejercicio, quiere cambiar. Necesita demostrarle a otros, también necesita demostrárselo a sí mismo, que no es un agente de la ruina, un agujero negro que chupa toda la esperanza o, como diría algún locutor de voz tersa en la radio, una personita tóxica, un vampiro de la buena vibra y las emociones. Baño de dopamina para cambiar el sentido del corazón y huir de la muerte. Como es de esperarse, el caballo se cansa y se tira para mirar el cielo. Imagino que enciende un cigarrillo. Yo lo hubiera hecho si fumara, si fumara. Un mandril se acerca a él y dice algo como: “Se vuelve más fácil. Pero tienes que hacerlo todos los días”. Esa escena me ha molestado durante días, o semanas. Me ha resultado tan difícil abandonarla que todos los días, entre cinco y ocho de la noche, salgo a correr.

Recuerdo cuando era un muchacho saludable. No más delgado, pero saludable. No fumaba, no cogía, no bebía, no vivía. Corría de 2 a 5 kilómetros al día por actividades varias de la escuela. Si no era el futbol americano, era la fabulosa selección de remo (chilango que no sabe nadar, alce la mano). Corría porque tenía que hacerlo. Llevo casi dos semanas corriendo todos los días (excepto los domingos, me caen gordos los masoquistas que corren los domingos) y visualizo al sabio mandril, su enorme cara de rojos y grises, y sus palabras gruesas y sencillas: “Se vuelve más fácil”. Me he engañado con que sí. Dejo que el teléfono haga las cuentas y muestre los pocos metros de diferencia entre un día y otro, entre una necedad y otra. Ese es el teléfono, porque al final, tanto mi cabeza como mi cuerpo de exfumador, de ansiedad y de ciudad, difieren a menudo. Llego muy cansado a casa. No puedo correr mucho aún, pero sigo intentándolo, con la pequeña esperanza de que, sí, la caricatura tenga razón. Las microfracturas de mi sentido común.

Mientras corro, veo a los otros que corren, y me pregunto por qué en ellos se ve tan fácil. Miro sus pisadas y recuerdo otras pisadas, unas manchas rojas, sobre un pavimento, un callejón secreto de la Jardín Balbuena. Tomo las manos de mi abuela. Me dice: “Mira, por aquí vinieron los ladrones”. Sí, había pisadas rojas y una mano sobre uno de los muros. Pisadas rojas de corredor, de huidor. El día anterior nos encerramos en nuestro local de zapatos porque unos memos asaltaron una pollería. Adentro escuchamos los balazos, en silencio. Policías y ladrones allá afuera, policías y ladrones para toda la vida. Corro y dejo unas pisadas rojas, un pasado sangriento y ajeno, y mientras veo a los otros correr, abandonar el sudor y capas pequeñas y secas de su piel, de sus uñas y sus dientes, me pregunto cuántos muertos cargarán consigo, si ellos también habrán visto la sangre como yo, si acaso estamos destinados a compartir esos homúnculos y esa violencia. Entonces trueno los dedos, despierto, sigo corriendo, ¿estoy escapando de la muerte? Recuerdo cuando era un muchacho saludable. Últimamente pienso mucho en la sangre. Una me recuerda a otra: las pisadas, el colgado, la proyección hemática de un cráneo contra un martillo.

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Hace unos días, un pájaro cayó frente a mi casa. Lo primero que hice fue depositarlo en una maceta, encerrarme y dejar que la vida lo desapareciera. Cuando eso no sucedió, lo metí a la casa e investigué en internet si podía cuidarlo. Preparé alimento especial para el pájaro, le hice una pequeña casa. Qué feos son cuando son pollos. Estiraba el cuello con algunos mechones de plumas y abría el pico como una criatura de horror, y me sacaba de onda, y trataba de alimentarlo. Entonces surgió un pensamiento obsesivo, uno como el de correr todos los días: “Yo te voy a curar. Yo te voy a sacar de aquí. Ya lo verás”. Los perros me seguían, me miraban como si no comprendieran qué estaba haciendo o qué estaba tratando de hacer, “¿por qué rompes la naturaleza, viejo necio?”. Los perros no interrumpían, pero me miraban, me miraban. Yo lo voy a salvar, ya lo verán.

Alguien tuvo el desatino de nombrarme un sanador de aves. El polluelo, progresivamente, se volvió menos combativo, menos pedinche, menos ruidoso y así como correr es una carrera de imaginación, una carrera ajena para mirar de refilón las ventanas ajenas e imaginarse una historia, he decidido que la salvación del pájaro, la cual duró casi dos días, también tiene dos posibles finales: el pájaro durmió, pues la caída lo había quebrado, lo había roto irremediablemente y de todos los actores, yo era el único que negaba su destino; o bien, el pájaro se curó, pues a veces ocurren los milagros, los inesperados milagros, y recuperó la movilidad en las alas y cuando dejé la ventana abierta, dio sus primeros dos saltos, y después salió volando, y fue hacia China para reunirse con los gorriones del Emperador. Dos caminos. Imaginen, después de un pedazo de vida, qué final escogí yo.