Le tengo miedo a los rayos y antes de regresar, otra vez, a los miedos que me heredó mi abuela (ella apretaba mi mano cuando tronaba el cielo, ella me recordaba que un día vio un árbol que solía protegerla arder y ahora no puedo caminar bajo una tormenta eléctrica sin sentir que mi corazón puede explotar), me detuve a pensar por qué. En las películas y en algunos libros, un rayo regresa lo muerto a la vida. El rayo produce el incendio en el bosque que paradójicamente habrá de revivirlo. La electricidad es despertar (últimamente trato de recordar la sensación de recibir un choque eléctrico en las manos y he visto los conductores de mi casa con un afán casi suicida); la electricidad es el conductor de los aparatos que ahora nos esclavizan, que nos atan, que nos comunican con todas las esquinas de este mundo plano que se balancea sobre los cuatro elefantes. Tengo miedo de que me caiga un rayo encima y me separe del mundo, me deje a medias; es decir: un rayo que no habría de matarme pero mantenerme despierto, vivo y aún chamuscado, mis manos harán cosas (mis brazos harán el robot, una y otra vez), y diré cosas a la gente (if, then, else) y viviré como un verdadero autómata, un inmortal, hasta que alguien tenga la piedad de desconectarme.