Nos encontramos a una señora, guapísima, con uno de sus niños, también guapísimo. Y pues sí, clásico estereotipo: malcriado. Pero la señora no dejaba de sonreír, como si el niño gritón que enemistaba a las naranjas con los empleados de Comercial Mexicana, fuera una bendición. Mi esposa me preguntó si la conocíamos, porque nos sonrió, incluso nos saludó de lejos, y entonces pensé que sí. Cuando traté de recordar su nombre, lo único que podía ver era a esas mamitas de clase media que abundaban en el casting. Llevaban a sus hijos malcriados y gritones porque, en el fondo, de verdad creían en el areté de sus hijos: son héroes, poetas guerreros, excelentes actores, filósofos matemáticos, creadores dedicados, poetas malditos. Entonces tenía que pasarme diez, quince minutos, en el calor de las luces y del foro, con cada niño y su madre, practicando las rutinas y las actuaciones una y otra vez, esperando que mi tenacidad pudiera sacarle brillo a ese diamante en bruto y hacer felices a esas señoras que sonreían desesperadas, que creían fervientemente en la fantasía producto de su vientre.