Hace algunos días, miré a un hombre, a su esposa y a sus dos hijos. Estaban en la misma caja de Costco que mi esposa y yo. Lo que llamó mi atención fueron los litros y litros de bebidas que llevaban, además del pan, de algunas frituras, de los kilos de cereal procesado.

El hombre le explicaba a su hijo a que sabía cada cosa, con qué se combinaba, cuáles eran las medidas para beber correctamente. El niño no escuchaba pero la niña sí. Siete años y ya tan desmadrada, pensé divertido. La mujer, sencillamente, trataba de poner una máscara de compostura mientras escuchaba la cátedra alcohólica de su marido. Para el hombre era importante explicarle al niño acerca de las bebidas. Quizás porque con ello deseaba iniciarlo en un ritmo masculino, un momento de verdadera hombría.

Toda la familia vestía con ropa de manta, holgada. Los esposos tenían lentes oscuros sobre la cabeza. El hombre hablaba fuerte y claro, interrumpía la vida de los otros, pero a la vez parecía relajado, impertérrito ante los triviales problemas del mundo. Era más alto que yo, medía como 1.93. Movía los brazos como un paseante casual. Quien parecía estresada por todos nosotros era la esposa, quien estaba demasiado ocupada haciendo el recuento de las compras, sacando la tarjeta, pagando los dos mil setecientos pesos de la cuenta. Los niños simplemente eran niños, excepto la chamaca, que guardaba todas las cantidades para su vida futura, la educación querida del padre.

Salimos atrás de ellos y sin querer empezamos a seguirlos. Su camioneta estaba estacionada frente a nuestro auto. Era blanca igual que sus ropas de manta. Me dio gracia. En un instante, por algún curioso momento de unidad, pensé que el destino de aquella familia y el nuestro estaba ligado. A pesar de lo superficiales y extraños, de haber dado otra vuelta, de haber hecho algunas otras decisiones años atrás, podría ser ese hombre: el sibarita de las bebidas, un alto muñeco de trapo que interrumpe la vida de los otros con su conocimiento banal, pero práctico, del mundo.