Mientras caminaba, trataba de deshacerme de mi frustración y mi enojo. Imaginaba que aplastaba un monstruo o que aplanaba un largo estofado de pequeños silencios incómodos y airados. Supuse que estaba inventando una técnica oriental. Sonreí. Luego sentí los clásicos dolores en el cuerpo, insoportables, implacables. Ojalá mis pequeños enojos estúpidos fueran hormigas, envolturas vacías y arrugadas de condones, el polvo de la iglesia de los remedios. Ojalá. Luego me acordé quién soy: es un consuelo breve, tonto. Soy lo que soy.