En los paseos de Nico, a las cinco o seis de la tarde, cuando ya estamos regresando a la casa, nos encontramos uno de los árboles más altos de la cuadra lleno de zanates. Silban juntos, como si avisaran de una fiesta o que ya viene la tira (mi mujer los llama tranchos, me da gracia cuando usa la palabra), y luego las manchas negras escapan de entre las ramas, vuelan en giros arriba de los edificios, la escuela, los departamentos y la universidad, para regresar juntos al árbol y agarrar un nuevo impulso. Son una banda de maleantes alegres. ¿Han visto un zanate de cerca? Tiene los ojos de un animal furioso, su pico es como un puñal y de algún modo, sus plumas negras y brillantes parecen llenas de violencia. En ese árbol, lo que dure su alharaca, siempre los miro con algo de sorpresa y curiosidad. ¿Por qué lo harán? ¿Será un rito de apareamiento? ¿Hacen ejercicio antes de dormir? ¿O sus silbidos es una murmuración de los ausentes? Siempre me prometo, a la misma hora, llevar la cámara de video la próxima vez. También siempre se me olvida, así que cuando paso por ahí, despierto la memoria y trato de grabarme los ruidos, los silbidos, los patrones de puntos negros en el árbol y las elípticas que hacen al volar. Aunque la escena se repite todos los días, tiene sus pequeñas diferencias como la forma del vuelo, o la cantidad de pájaros que vuelan, o cuando se dividen en dos o tres grupos para agarrar distintos caminos. Algunas veces los zanates no vuelan, se quedan en el árbol y silban, silban, silban. Pienso en Borges. Estos no son los gritos de un pájaro, son una canción, una comunión, la misa regular a la misma hora, un momento cotidiano que, aún con sus pequeñas variantes, repite actores y movimientos. El grito del pájaro es de otro tipo de ave, una ruptura, algo que cimbra el espíritu y lo deja partido en dos, o en tres.