—En otro lado, en otro tiempo —dice Bob, el cacto, interrumpiendo mi lectura en el banquito del jardín—, tuve un amigo que odiaba el sol y lo odiaba por justos y diversos motivos. Entorpecía sus plumas negras, sudaba sus garras y su pico filoso, nublaba su vista prodigiosa y destilaba el alcohol que había bebido con ganas de olvidar. Quizás si detengo al sol… él pueda regresar. El sol, inexorablemente, lo regresaba a la realidad Tsef Thaed.

—Has dormido tanto que ya no recuerdas: Nadie me llama así desde hace tiempo.

Entonces el cacto empezó a crecer, y crecer. Engordaron sus raíces, el centro acuoso, las espinas, las flores, las areolas y su merístemo apical. Encendí un cigarrillo e intenté platicar con él, como los viejos tiempos, de algún descubrimiento cotidiano.

—No me distraigas. Tengo que crecer.

Salí de la casa apresuradamente, ambos perros con la correa, mientras el cacto seguía creciendo y sus tallos espinosos tomaron la sala, las habitaciones, el techo y luego creció hacia las otras casas. Los vecinos salieron y apuntaron hacia la planta, dudosos de huir o de admirar el evento. Afortunadamente estaba robusto, la confusión vegetal lentamente se adueñaba del panorama, así nadie sospecharía del monstruo que tenía tiempo viviendo en mi jardín. Sin embargo, si el cacto estaba empecinado en tapar al sol, alguien debía empecinarse a parar el cacto. Nos alejamos un poco más. Las espinas tomaron el fraccionamiento, y luego el terreno vecino, y después el centro de San Andrés Cholula y si esto continuaba así, México entero y finalmente el mundo.

—Si hago una esfera que cubra la tierra quizás mi amigo pueda estar tranquilo ydebocubrirelsolparaquetodospodamosdescansaryelcalor…

El cacto empezó a hablar tan rápido que no se le entendía y su voz se convirtió en una vibración natural, algo que rompía con la armonía acostumbrada de la rutina. Era resultado de su crecimiento gutural, o quizás eran las múltiples bocas verdes que generaban su cuerpo multiplicado. Empezaron los accidentes lamentables: gente se pinchaba con sus espinas, los zanates quedaron atrapados entre sus ramificaciones aéreas, los niños y los gatos eran atrapados y masticados indiscriminadamente para seguir alimentándose, las rubias con falda recibieron un poco de su amor violento. Eso sí, el ambiente era fresco, y había mucha sombra. Consideré la posibilidad de dejarlo pasar, el wu wei wu, hermano. Me acaricié la frente, los perros empezaron a ladrarle y lo único que podía pensar era que mi esposa había salido de viaje y que antes de su regreso, tendría que limpiar todo ese desastre.

—Ende escribe en Momo, ¿recuerdas Momo?

nuncanoleirevisemomoEndeporqueesqueestabaestuvemuymuchomásocupado
durmiendoenelsueñodelmundodejanohablesdiscutasdiablodemonioporque
tuplandesignioesquenopuedalogreconsigarescataramiamigodelasgarras
eldiseñodelamuerteysicrezcocrezcocrezcomásquizápuedapasaralotrola
doporqueséquehamuertomuriólomatastecuandoelmomentoqueterminastesu
historiacuentolibro,nodebistenodebiste,mehasdejadosoloymesentirés
ientomuysolosolodesdeeldíaquenoestáestás.

—Él cuenta una historia de la segunda tierra. Un hombre decide construir un globo de papel con el tamaño de la tierra y como la quiere igual, poco a poco muda todos los objetos a ese otro lugar. ¿Entiendes? La Tierra se convirtió en otra Tierra. Lo mismo, pero en el fondo, la angustia de que no es lo mismo. Tienes un límite, es decir, sólo alcanzarás a crecer hasta convertirte en una segunda tierra y si lo haces, la gente aprenderá a vivir sobre ti, construirá casas y fábricas sobre ti y tu amigo seguirá sufriendo las consecuencias del sol. No puedes detenerlo, amigo, a lo mucho lograrás convertirte en un recubrimiento de celofán verde. Nada más.

Seguí hablando con el cacto, en mi papel de sofista (o de fariseo), y lentamente el crecimiento se convirtió en quietud, y la quietud en regreso. Mientras el cacto dejaba de cubrir los cielos del mundo, lo seguí con ambos perros a mi lado, hablando de la imposibilidad de tapar el sol con un dedo, y de que al sol le importa un comino quienes somos porque, a su lado, somos menos que hormigas, menos que ácaros, somos los hijos pequeños del sol y él, en su condición de astro silencioso, dios calorífico, puede hacer lo que guste con nosotros desde que empieza al amanecer hasta unas horas después del ocaso, que le pasa el batón a la luna y así, nos convertimos en esclavos de la noche y siervos de los múltiples cadáveres de las estrellas que nos retan en el cielo. Espinas cayeron en los pisos adoquinados, en los techos de las casas. Llovieron un centenar de flores violeta de cacto sobre los cielos, quizás aún más bellos que los cerezos que sólo puedo imaginar, y que he visto en fotografías y películas. No pude detenerme para admirarlos y por ello sentí que el corazón se me vaciaba, pero debía seguir, porque hay cosas que me importan sobre esta Tierra. Y yo seguía hablando, se me secaba la boca, pero no debía parar porque entonces el cacto empezaría otra de sus necedades, como aquélla vez que lo busqué por todas partes porque el diablo se lo llevó para hacer desastres en el mundo y tuve qué, con un par de amigos, salvar a la humanidad aunque nadie lo sabe y no estoy tan seguro de haberla salvado, porque soy un cobarde, prefiero que piensen que solamente soy valiente cuando escribo, y el cacto fue haciéndose chiquito, más chiquito, mínimo, un microbio para el sol, hasta que cupo misteriosamente en su maceta y me dejó la casa hecha un desastre, pero no lo regañaré, lo haré el día de mañana, después de limpiar las espinas, y los tallos débiles que se quebraron, y ya se espinó uno de mis perros, el más chiquito de ellos, y corre de un lado para otro, aullando como el coyote de un cuento infantil, mientras la orejona lo persigue porque la muy imbécil cree que están jugando, pero no importa, quizás haya tiempo para dejar todo en su lugar.