Ay, con el cielo gris… ese que parece que te llueve pero no te llueve, que te provoca un estado letárgico cuando te das cuenta que es hora de salir a caminar al perro, o de comprar queso y jamón, o que es hora de ver a la novia, a la amante –esa de los muslos gruesos– pero el cielo está tan gris que ya sientes la lluvia encima, y te mueves lento como esperando a ver si llueve pero nada de nada. Este cielo es muy apropiado para un verano cholulteca: Los estudiantes huyen a sus respectivos estados de procedencia, donde al menos hace un mejor sol o donde las lluvias suceden en los malecones, en la playa, en las palapas donde se dieron sus primeros besos o se mostraron los sexos por primera vez.

En la caminata de día, hago cuenta de todos los pequeños negocios que me encuentro. Todo empieza en una esquina donde antes había un botanero, y antes del botanero había un billar. El local es grande y siempre están buscando quien lo rente. Abajo hay una verdulería, que antes vendía tortillas. Ahora solo vende verduras y algunos quesos. Cuando miro ese local, pienso que me gustaría tener un negocio de “maquinitas”. Un buen arcade, especializado en juegos de peleas, con máquinas japonesas o lo mejor que se le acerque. Lo que no me gusta de los arcades aquí, es que los botones suelen ser de mala calidad y cuando las máquinas se están muriendo, no reemplazan los monitores, las palancas o los botones. También suelen ser máquinas piratas, hechizas, pequeños frankensteines qué, simultáneamente, provocan sorpresa como incomodidad. Mi hermano a veces me manda videos de arcades japoneses y gringos donde el jugador puede llevar su perfil en una memoria USB y cuando juegan un match en una de esas máquinas, su ranking mundial se ve afectado porque los arcades suelen estar conectados a internet. Tener un negocio así me agradaría.

Por supuesto, luego me imagino que mi madre observa ese local y piensa que ahí podría poner una escuela de pintura, o de ajedrez. Ni modo, tuerzo la boca y sonrío de lado, pienso lo que piensa todo hombre moderno: “Ah… si tuviera dinero para gastar” y se completa la línea con el negocio que trata del gusto, de la pasión, de lo que nos divierte y nos vivifica.

En el camino me encuentro con dentistas, psicólogos, abogados que anuncian sus oficios a través de mantas que cubren alguna pared o alguna ventana de sus casas. Tratan todo tipo de males, ayudan en todo tipo de problemas y sus oficinas son de todos los colores. Luego están los negocios de comida: Para las familias que saben hacer paellas, que se dedican a los tacos y a las hamburguesas, que guisan comida para llevar, que hornean galletas y pasteles o las que les quedan re-buenas las quesadillas con quesos de leche verdadera. Hay otros que tienen tiendas de regalos: Peluches que parece nunca podrán abandonar el aparador, copiadoras que rinden más de tres o cuatro años, cuadernos blancos cuyas hojas no se amarillan por estar protegidos con las cortinas de plástico sobre todos los estantes. A veces atiende un viejo, o un ama de casa, o una señora de sonrisa amable y permanente. Detrás del mostrador cada uno de ellos ve como su calle envejece a lo largo de horas.

Las calles son amplias y pasan pocos coches. Luego vienen las calles de las plazas, donde también hay comida y guisados, papelerías y tiendas de ropa, estéticas y abarrotes en puestos un poco más grandes y pagan a jovencitas, o jovencitos, para que los atiendan. También están los cafés, restaurantes más o menos serios, tiendas de nieves y farmacias. Negocios que parece se atienden solos y se mantienen solos y sobreviven solos, que siempre tienen a una o dos personas, o diez personas, surtiendo alguna necesidad o algún capricho. Esos pedazos de calle que están más vivos gracias al cruce de periférico o de la avenida principal, a la cercanía de una escuela, de una universidad o de otra cosa. Es el punto rojo donde se reúnen todas las hormigas a llevarse las hojas, las cucarachas o los escarabajos, el pedazo de sandwich que abandonó un niño descuidado.

Me pregunto qué será de toda esa gente que nos mira pasar y nos reconoce. Me pregunto si me verán como un accidente o como una rutina, como un aviso, como un error porque nunca paso en las mismas horas. Me pregunto si me extrañarán cuando llueve y no salgo, o si habrán pensado que soy un imbécil porque no saludo o porque no paso a comprar. Me pregunto si verán a mi perro, si lo apreciarán más que a mí, si yo les parezco una mancha mientras que ven el cuerpo largo de Nico, y el bamboleo de sus nalgas y de sus orejas, y su lengua de fuera, tratando de sostenerse a los paseos largos de su amo diseñados específicamente para cansarla. Me he vuelto una aparición rutinaria y el día que no salga, tal vez, otros me extrañarán o extrañarán a Nico, o extrañarán al extraño que no siempre sale por el mismo lado o a las mismas horas.