El dieciseis de diciembre de 2007, Vlad Pax escribiría una novela postmodernista con detalles humorísticos: Uno solo no conserva lo que no amarra. Los críticos literarios del país cuando se vieron confrontados con un título de dicha índole, alzaron la ceja escépticos pero decidieron tomar el libro y leerlo de cualquier manera. No había mucho que leer para las reseñas de los domingos, o miércoles, o mensuales… y el libro, al tener una portada amarilla, parecía que contribuiría a la calidez de encerrarse en el estudio y olvidar los fríos de diciembre.

Yaffid Martínez dijo que el título era lo más adecuado, ya que sus personajes vivían una ambivalencia entre los amarres y las doble negaciones, y qué probablemente se convertiría en un himno de esta generación durante meses. “La importancia de los amarres y la conservación en esta generación materialista se ve reflejada en la obra como la sociedad se ve reflejada en el espejo día a día.”

En cambio, Gerardo Tron, como el crítico mordaz que era, desechó la obra como un momento apenas literario y definitivamente pueril. Su texto termina con la siguiente frase: “Que alguien le amarre los huevos al autor de la obra, o los dejará ir.” Cosa impensable, hasta entonces, para los críticos literarios de la nación que habían hecho un pacto de jamás utilizar las palabras vulgares para que las masas no se sintieran atraídos a su profesión. Algo que no confesaría Gerardo Tron, sin embargo, es que a la mitad de la lectura, cuando el personaje de Ulises Albarrán amarra a Federico Urrea en la cama para que este no vuelva irse lejos de él, se le salieron las lágrimas y pensó en la relación que había tenido con un joven escritor hacía unos meses. Dejo el libro, se abrazó en un ovillo y lloró toda la noche, por lo cual no fue raro que su humor estuviera tan ácido al día siguiente y que este hubiera agarrado el sabor, como lo agarra la carne marinada, durante toda la tarde que escribió su texto. Cuando Gerardo Tron escribió “Que alguien le amarre los huevos” le pasó rápidamente por la cabeza el rostro del joven escritor… y también sus huevos.

Un año más tarde, un escritor con el seudónimo de Perix, inspirado en la obra de Vlad Pax, escribió: El gasero y la viuda. Es un libro que tuvo una edición de quinientos ejemplares y qué, la verdad sea dicha, todavía está llenándose de polvo en todas las bodegas, donde está dividido. No sería hasta diez años más tarde que Perix escribiría la novela que le abriría las puertas como un escritor de la nación, pero no vayamos allá aún. Está muy lejos.

Cuando lo entrevistaron en un periódico estudiantil de una universidad de cierto renombre, unos estudiantes de comunicación que miraban la literatura con ingenuidad y optimismo, Perix se sintió en confianza de confesarles que “escribí mi novela todos los días a las siete de la mañana, observando las calles de mi barrio por la ventana. A esa hora pasaba un camión de gas tocando en sus altavoces una canción de Ennio Morricone y luego uno de los encargados gritaba por el micrófono gas. Entonces lo vi. Vi en ese momento mi infancia, y a mi madre viuda. En realidad no era mi infancia, sino era la de mi primo. Yo tenía a mis dos padres, pero luego me imaginaba que yo era mi primo e imaginaba que mi padre había muerto, y que me quedaba solo en el mundo. Que me levantaba mi madre temprano para ir a la escuela, mientras ella preparaba el desayuno y nostálgica, se asomaba, para buscar al gasero que tanto se parecía a mi padre, o al padre de mi primo, o a ti. Tú eres el gasero.”

El estudiante que recibió esa revelación no durmió durante varios días. Se miraba al espejo, tal como había profetizado Yaffid Martínez en su crítica, y lo único que podía encontrar era el gasero. La novela de Perix estaba sobre su buró pero no había leído ni una sola página. Moría de nervios por verse ahí. El estudiante, al que sus compañeros habían puesto de mote el mandarino, tomó entonces papel y lápiz, y decidió escribir sus propias angustias.

Mandarino escribió un cuento qué, como la entrevista del Perix, no saldría más allá de su periódico escolar. El cuento se llamaría ‘O sea mamón, un título que surgió de manera accidental como todos los buenos títulos. Aunque lo bueno, en este caso, estaba a criterio del lector. La primera vez que mandó su cuento al editor del periódico, un chavo de veintitantos años que prefería ver pornografía y jugar tetris en sus ratos libres, que buscar cualquier cosa que promoviera el crecimiento cultural de ese periódico, le dijo que le gustaba el cuento y se lo repitió dos días más tarde mientras tenía su verga dura y erecta y miraba unas fotografías de vedettes mexicanas de los setenta (y descubrió así, pues, su fetiche). Tres días más tarde tenía la entrega encima, la presión del consejo escolar, del consejo directivo, de los socios, de los escritores, reporteros y fotógrafos. Lo normal. Cuando llegó al cuento de Mandarino, hizo el copy paste y le llamó por teléfono para decirle–. Es una chingonería tu cuento, pero ¿cómo se llama?

–No sea mamón –respondió Mandarino, el editor le colgó el teléfono asumiendo que era el título, porque el texto, lo poco que había leído, exudaba mamonería. Ambos, uno mientras se masturbaba viendo las piernas abundantes de las mexicanas en los setentas, y el otro con la seguridad de que su texto sería publicado, pudieron dormir tranquilamente esa noche.

El gasero y la viuda también llegó como una casualidad a las manos de Roberta Excanda. En las antologías de cuentos, cuando uno iba a las últimas páginas para leer el nombre y los breves logros de los escritores, de Roberta Excanda podía leerse lo siguiente–. Excanda ha sido autora de libros como La insoportable levedad del ser o no ser y Todos somos Madame Bovary. El regreso. Sus libros han sido traducidos al polaco, al ruso, al francés y al italiano. Vive y escribe en Acapulco, donde convive con dos gatos. La única lectura que hizo de El gasero y la viuda, apenas tuvo notas marginales, fue breve, pero definitivamente sustanciosa. Gracias a ella escribiría su siguiente libro, el cual, como siempre, recibió críticas mediocres porque a los críticos, honestamente, no les interesaba leer “literatura de mujeres” y porque ella, honestamente, no quería usar un seudónimo masculino para atravesar esa barrera.

De hecho, la historia de Roberta Excanda como escritora tuvo sus pequeños deslices. Se sometía a concursos, a becas y a talleres, pero por destino, o por casualidad, o porque tal vez así eran todos los escritores del país, no sentían ninguna pasión por leer literatura de mujeres. Un término que nadie quería explicar porque sentían que era como una caja que contenía todos los males del mundo, todos los males femeninos del mundo. El director de Cultura Literaria para Nuestro País, Justo Henriques, había escupido el término diversas veces, y nomás porque era el director, no buscaban como responderle. El último que lo intentó estaba escribiendo reseñas de cine, en un periódico independiente de Guatemala, y contrario a lo que se pensaba era realmente feliz. Excanda, gracias a las olas que había creado este señor con sus piedritas, pensaba dejar de escribir una vez por todas, cuando decidió como último recurso mandar sus novelas a una pequeña editorial de España. La publicaron, tuvo excelentes críticas, le mandaban sus cheques en euros y su nombre que tuvo que ir allá, para golpear como un resorte y regresar acá, ahora tenía algo de peso. Justo Henriques cuando tenía un texto de Excanda en las manos giraba ligeramente los ojos, suspiraba, musitaba: literatura para mujeres pero que lo publiquen, que pase y ya nadie sabía como tratar esos textos. Roberta Excanda entonces, sabiéndose respaldada por unos europeos invisibles, tuvo el valor de dar una declaración qué, cito, decía así–. A gracia del señor Justo Henriques, y su chauvinismo, su machismo, su estrechez de mente y de persona.

Dos meses más tarde, se conocerían, se harían amantes de ocasión. Al final de cada sesión, Justo Henriques sonreía con su rostro moreno y le decía al oído–. Ya te puedes regresar a escribir tu literatura de mujeres –la primera vez que hizo eso, Excanda lo golpeó, lo tiró en la cama y al ver su culo expuesto, le metió un dedo con toda rectitud y fortaleza por el ano. Desde ese instante así terminaban sus sesiones amorosas. Eventualmente, Excanda saldría de las habitaciones de hotel susurrando No quiero ser un clissé, no quiero ser un clissé. Inspirada en sus encuentros y en las confidencias del señor Justo Henriquez, escribió: La raza cósmica, y otras pachequeces. Ese libro se publicó exclusivamente en México, porque no lo entendieron en el otro lado, y porque curiosamente, Justo Henriques después de sentir el dedo en el culo dejó su frase característica y quiso resarcirse con la escritora.

Roberta Excanda se volvió una figura importante para los círculos feministas e intelectuales del país. Una joven de diecisiete años que firmaba sus obras con el seudónimo de Malkaviana, se devoró todas sus obras y lo que decían los críticos de sus obras. Leyó sus cuentos, sus ensayos, sus novelas y sus primeros intentos de poesía y nada le decepcionaba. Su padre que era un lector prolífico, le dijo que tuviera cuidado, que todos teníamos a su edad un escritor que nos jodía la vida un par de años y no podíamos ver las cosas de otra manera. Malkaviana se encogió de hombros y luego, hizo su tercera lectura de La raza cósmica, y otras pachequeces justo en el capítulo donde un ficticio Flaubert, sonreía ligeramente y le enseñaba al público, como podía meterle un dedo en el culo a Madame Bovary quien gemía abundantemente y a partir de ese momento, la prosa se volvía un caudal de gemidos, de latidos, de jadeos exasperantes, tal cual si hubiera una conexión con la Madame Bovary verdadera, y con la novela ensayística que había escrito previamente del personaje que ahora recibía un dedo en el culo, y que era metáfora, seguramente aunque nadie podía asegurarlo, de la vida, del amor, de las dificultades de una mujer, del hombre imbécil que las detiene a todas y de cómo cogerse de verdad un buen culo.

Malkaviana como todo lector que desea imitar lo que le asombra y le sorprende, se animó a escribir. Escribió dos novelas, digamos cortas, llamadas La verdadera calumnia de Pávido Návido (El nombre era una especie de anagrama del nombre de su padre y del cual se sintió muy orgullosa cuando logró llegar a él) y El escritorio de Madamme Binöir. La última, hay que confesar, es como el reflejo que vaticinaría Yaffid Martínez en una de sus críticas y sería una especie de resumen de Todos somos Madame Bovary. Lo cual era curioso, e irónico, porque Madame Bovary regresó –otra vez– pero esta vez en la figura de Madamme Binöir y no sólo le era infiel a su novio, sino que también se dejaba ver frente al público (el lector, he roto una cuarta pared) y se levantaba su falda, y entonces Malkaviana creía entenderlo de verdad, creía descubrir porque en La raza cósmica, Bovary enseñaba el culo y permitía que le metieran el dedo por el ano. Diecisiete años más tarde, Malkaviana llegaría a la conclusión de que había escrito sus propias fantasías, mientras con una libertad serena se alzaba una falda larga y en soledad, repetía ese proceso que ataba a todas esas mujeres ficticias con una cadena invisible. Sus novelas no se publicaron, pero por accidente, llegó una de estas a un joven escritor que también había leído –otro accidente– El gasero y la viuda.

Te lo diré antes de partir escrita con el seudónimo de Luis-nada-más, recibió excelentes críticas literarias, sobre todo de Geradro Tron. La primera en incluir palabras como: “La yuxtaposición de los valores masculino y femenino, aunado con las vicisitudes de una raza que no encuentra un balance entre su mestizaje y su pureza, es un bellísimo conjunto que lejos de ser caótico presenta una aguerrida y esperanzadora visión en este país. Hay esperanza”. Nadie se lo esperaba, pero así como el crítico había llorado Uno sólo no conserva lo que no amarra, no pudo evitarlo con esta nueva que también la asoció al rostro del joven escritor que se le fue. En una novela encontró la pregunta “¿por qué se fue?” y en la otra, encontró el consuelo de la partida. Recuerda con cariño el siguiente fragmento:

La pregunta es inútil y quisiera ignorarla, como se ignoran todas las cosas que no te sirven de nada… pero es inevitable que luego le prestas atención a lo que piensas que no servía de nada. Mejor dicho, eso que no te sirve en el momento. Lo descubres con otra luz. Como si hubieras necesitado que se fuera la electricidad, y hubieras necesitado buscar una lámpara, y luego andaras a oscuras por el cuarto e iluminaras, repentinamente, esa chuchería: Puede ser un papel en blanco, puede ser una servilleta usada, pueden ser unos audífonos rotos. Descubres en ese objeto, lejos de pensar en los fusibles que lo arreglarán todo para continuar con la rutina, las respuestas de todo lo que te aqueja en esta vida. La luz y el objeto en conjunto son la respuesta.

Nadie sabía, a ciencia cierta, de qué trataba la obra y cómo es que un monólogo interior de trescientas cincuenta y dos páginas pudiera tener sentido. Sin embargo, como si la casualidad fuera un hechizo, o un capricho, varios factores se unieron para hacer de esta novela un brillantísimo momento literario. La defensa intensa de Gerardo Tron, se sumó a la clásica crítica entusiasta y bonachona de Yaffid Martínez, y a los comentarios positivos de Roberta Excanda que, gracias a su lectura, desenredó en un proceso paralelo de pensamiento ese dedo por el culo a Justo Henriques. Sería la única obra que escribiera Luis-nada-más, su decisión vendría a cuento de que dos años después hiciera una relectura, buscando material para su siguiente trabajo y descubriría, con toda honestidad, que no le gustaba lo que había escrito y que no quería repetirlo, jamás. Se largó a Guatemala donde un amigo, Cuahutemoc Jaka, lo invitó a vivir y trabajar en un periódico independiente.

Cuauhtemoc Jaka tenía pasiones poco claras y poco canónicas en el mundo de la literatura. Digamos y seamos demasiado genéricos, en escalas, si estas existieran, que en un punto existen las grandes obras literarias, esas que logran unir momentos trágicos, contextos históricos y un humor sutil, a veces negro, a veces inocentón, sin importar la forma en la que esté escrita dicha obra. El autor hace su tarea y libera en la obra su experiencia de vida, su caudal de lecturas, sus textos, metatextos e hipertextos. Después de las grandes obras literarias está todo lo demás revuelto como un batidillo: La aventura, la novela policiaca, la novela negra, la novela erótica. Al final del batidillo existen la ciencia ficción y la fantasía, que es como el borde de un omelette y lejos, caminando lentamente, con los miembros rotos y las ropas hecha jirones, están los zombies.

Cuando Justo Henriques le vetó la entrada al mundo de la literatura en este gran y hermoso país, Jaka sintió una especie de libertad que de otra forma no hubiera conocido y empezó a leer, y mirar películas, admirar fotografías, escucharlo todo. Su gusto que, hasta entonces estaba atado a las opiniones de los escritores, amigos y amantes a su alrededor… se abrió a un mundo de posibilidades. Jaka nadó en el batidillo de la literatura y escribió, sin miras a hacer otra cosa, sus reseñas cinematográficas. Entonces Jaka leyó a Julio Verne, luego miró la serie de televisión americana y retro que se basaba, muy libremente, en la obra. Jaka miró películas de zombies. No tardó en hacer la sinapsis. Todas las noches, a partir de las ocho, dedicaba cuatro horas diarias a escribir su novela, algo que se había vuelto un pasatiempo.

Su amigo, Luis, leyó el primer borrador de la obra y por curiosidad se lo mandó a un amigo editor. De un día para otro, ya era todo un equipo de personas, de marketing, de investigadores, de editores, de finanzas que proyectaban inversiones y ganancias, quienes esperaban con fervor la obra. Jaka se iba a dormir y se imaginaba a cada una de estas personas como un zombie, que en vez de comer cerebros, devoraban libros… especialmente su libro. Mandar el capítulo final sólo fue una formalidad, cuando salió el libro se convirtió un éxito en ventas y, curiosamente, Jaka dio una sola entrevista a un sobrino que estudiaba comunicaciones (y esa entrevista recorrió medio internet)–. Quisiera darle un mensaje a Justo Henriquez, quien gracias a él, estoy donde estoy: Que te metan un dedo por el culo.

Y sí, se lo metieron.

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Este texto se escribió gracias a los siguientes tuiteros, que dieron títulos de libros que no se habían escrito.

Mandariino / p3rix / Vlad_Pax / mlkvn / Xcánda / Luis / Jaka