En la mañana saqué a pasear a los perros y recordé una noticia: Puebla quiere un establecimiento para curar a los homosexuales de su enfermedad. Curar a los homosexuales, vaya, luego hice una relación de eventos–. Puebla recientemente le dio la bienvenida al gobierno panista y extrañamente, bastante tarde, si contamos la cantidad de iglesias que adornan el Estado con su belleza, su vejez, y su devoción. Puebla, especialmente Cholula, me parece un lugar maravilloso para contemplar sus cielos y sus horizontes de siluetas volcánicas, pero si hablamos de sus ángeles y de su gente, siempre me encuentro con muros que parecen rayados por un demonio. Luego recuerdo ese video de Calderón, donde habla como un pastor evangélico (bueno… ni siquiera evangélico, sino como cualquier pastor) y me lo imagino viviendo aquí los fines de semana. Aquí se sentiría bien, aquí se sentiría en casa, con gusto le invitaría un par de cervezas.

No tengo muchos amigos poblanos, son pocos en verdad. Los pocos amigos que tengo me agradan. Sin embargo, y no sólo en algunos de mis amigos, en los poblanos se percibe que cargan un peso sobre los hombros. Ese peso que llevan las personas que han nacido con los estímulos controlados por la religión. Sus deseos son incompletos y torpes, tienen ganas de “romper reglas” y a su vez, critican a quienes se atreven a romperlas. Viven confundidos por las experiencias sensoriales de su cuerpo, pero no hacen nada, ni siquiera acuden a una lectura pasiva de la Biblia para relajarlo. Sencillamente no pasa nada. El poblano es apocado, tímido, no es muy escandaloso, no te dice lo que le molesta y espera que puedas leer su mente para entenderlo. No sólo hablo de las reglas de educación y cultura más básicas, sino otro tipo de reglas… cada poblando trae una lista de reglas al parecer. Algunos son educados, algunos critican, algunos parece que esperan ese momento para llegar a casa y por fin tocarse el sexo a escondidas, para luego confundir el sudor con sus lágrimas y preguntarse qué demonios está pasando.

No digo que está mal, sólo me parece curioso. Es algo que me gusta observar, así como me gusta observar a toda la gente para entender o para apropiarme sus modos, cosa que todo escritor hace en sus ratos libres. Observar y observar. Tal vez, y me lo pregunto a veces, debiera vivir con mi propia lista de reglas morales y con esa ambigüedad en la resolución de los estímulos para sentir una vida plena, y tener una visión menos crítica de las cosas. Tal vez ahí, en ese camino que reemplaza la infelicidad del pensante por la angustia del cordero, se encuentra el rostro de dios y la respuesta a todas las preguntas. Sea como sea, soy como soy, y el poblano es poblano, como César es el César y Cristo a lo de Cristo. Me gusta observar a la gente y me gusta percibir estas cosas. Me gusta tomar nota.

Que una institución proponga un centro de cura para la homosexualidad es uno de tantos resultados de esos caminos retorcidos a la salvación y a la gloria. Son caminos difíciles, lo sé, porque yo –por ejemplo– no tengo el valor para seguirlos. También quisiera explicarles que no me molesta la idea de esta supuesta sanación. Imaginen: una persona en Puebla despierta un día y en un momento de lucidez se descubre manipulando su propio sexo por las imágenes de aquellos quienes se asemejan a él (o ella) en órganos reproductivos. Se acaba su lucidez, vive angustiado, tragándose las uñas y la única explicación que entiende, es que lo suyo debe ser una enfermedad. Ninguna posibilidad de amor, de cariño, de una vida en pareja junto a uno que busque lo mismo, no digamos lo mismo, que lo busque a él. Si es el caso, entonces me parece justo que vaya corriendo a un hospital a que le practiquen la lobotomía que habrá de retirarle toda fe y toda conciencia (ni lucidez, ni locura) de sus actos. La necesidad de una institución de este tipo en una persona, habla más de la persona que de la institución, o del Estado en el que vive.

Soy humano, al fin y al cabo, y me duele el sufrimiento de otros.

Sin embargo, yo hablaba de mis perros y el paseo de mis perros. Paseamos esta mañana igual que todas las mañanas y esta vez llegamos a un pequeñísimo parque. En su jardín hay una estatua y esa estatua representa a una familia. Hay un padre, una madre y dos hijos de bronce. “Estatua de la familia poblana”, reza un letrero y está pintarrajeada, y ensuciada por los zanates que vuelan en los cielos cholultecas. El suelo está lleno de fragmentos de vidrio. Chamacos que terminan bebiendo en el parque, estudiantes o borrachos que avientan sus botellas directamente desde el coche, oficinistas que después de usar los servicios de algún motel se deshacen de las evidencias. Mis perros pisan los vidrios, los fragmentan todavía más, pocos padres sacan a pasear a sus hijos por el temor de los fragmentos de vidrio y la mierda… sí, la mierda de los perros domésticos y salvajes, y de cualquier otra peste. El dinero de su institución para curar homosexuales, pienso, serviría muy bien aquí… en este lugar que se llama así mismo “Parque de la familia cholulteca.”