No recuerdo con exactitud el día que tomé el Tambor de Hojalata (de Günter Grass) y comencé su lectura. Sé que fueron años. Me recuerdo en distintos escenarios, con tres ediciones distintas (dos a papel, una digital) y recuerdo una lectura lenta, que exigía apaciguar a mi devorador de libros interno. Recuerdo que exigía mucha atención. Recuerdo que exigía la mayor parte de mi inteligencia para relacionarme, entenderlo, para hacer conexiones a otros textos, desde las más evidentes hasta las más sutiles (y es imposible lograrlo en una sola lectura). Recuerdo que deseé haberlo leído en alemán, y después me sonreí idiota, y me dije–. Para eso, debí aprender alemán (imbécil).

Luego viene esa curiosa gula del lector obsesivo: necesito leer de todo lo que habla, necesito ver todas las pinturas que menciona, necesito caminar por todos los lugares donde Oscar camina, escuchar la música que tocan. Veo tambores y pienso en Oscar, veo pescado y pienso en la madre de Oscar, veo cartas y pienso en Matzerath y Jan Bronski (de ojos azules, pobre Jan Bronski), veo las faldas largas de las mujeres y pienso en la abuela Koljaceck, enciendo mi cigarrillo y Jan Bronski, y pobre Matzerath, padre, y el incendiario, el abuelo. Veo blanco y negro, y pienso en Goethe y Rasputín.

Hoy no puedo analizar la lectura, no puedo hacerlo porque acabo de cerrar un momento que duró muchos años. Lo único que puedo hacer por mí, en estos momentos, es preguntarme quién soy después de la lectura. No sólo dejé atrás ese capítulo donde muere la madre de Oscar, también abandoné las cicatrices de Heriberto Truczinksi, La Bruja Negra, la muchacha que comía emparedados de salchicha, un Cristo de cerámica tocando el tambor, el dedo de Dorotea, el Bodegón de las Cebollas donde hombres y mujeres, sólo van a llorar. En mis últimos capítulos, descubrí como llegábamos al principio, un reflejo retorcido de capítulos anteriores y una numeración de eventos cada vez más concisa. Conforme avanza, Oscar trata de no olvidar sus recuerdos pero es inevitable… (como ese hermoso capítulo de Palinuro, donde Palinuro recibe el sacrificio de sus amigos para salvarlo. El precio es olvidar todo lo que vivieron juntos). Oscar creció y no se dio cuenta. Oscar se convirtió en adulto y olvida los detalles, confiesa sus culpas, las llora. Oscar ya no tiene tres años, sino treinta. Reconoce el temor como una cura para la arrogancia y la culpa fingida que lo caracterizaban.

¿Quién soy después de la lectura? Un hombre de casi treinta años, como Oscar Matzerath. Inicié la lectura, tal vez, siendo un niño y la terminé como un adulto. También he aprendido, como Oscar, que el temor es la cura de la arrogancia y que el temor es sólo un invento –en ocasiones– necesario. He reconciliado la idea de que la culpa es el artificio de un adulto y que el adulto llorará frente a su maestro, frente a un dios, frente a un pilar y confesará todo aquello que pensaba lejano, esa culpabilidad que no sentía en la infancia. No me fue imposible escuchar el tambor de Oscar. Me fue fácil relacionarme con su arrogancia, con su impulso vitricida y al final, con su temor, su locura, su obsesión con las enfermeras y que llamara verdadero amigo al único hombre que, finalmente, le culpó de algo.

Ya vendrá después ese otro proceso que es dejar la lectura atrás. La lectura, lo mismo que escribir, necesitan un reposo. Estoy seguro que los eventos en Danzig, todavía me asaltarán en sueños. Leer me hizo otro, porque eso es lo que hace leer, eso es lo que hace un buen libro, uno íntimo. Lo mismo que un amante, o un amor. Este libro es uno de esos libros, que tal vez sólo a un puñado de personas les provocó algo. Me convirtió en lo que me convirtió. No sé cuantos me comprendan cuando hable de las faldas de la abuela, o de las madres que comen pescado hasta morir, o de los juegos de barajas entre dos hombres que pretenden a la misma dama. Quiénes entenderán cuando les diga que esto es tan doloroso, como ver a Víctor, el miope, a punto de ser fusilado, después de sobrevivir el asalto en el correo Polaco. Víctor que no puede encontrar sus lentes. Pocos entenderán cuando sea testigo de como una persona pierde la inocencia, y hable de Sor Agneta y cuando el cabo Lankes la llevó a la tienda. “Está cosiendo el hábito, porque quedó un poco estropeado”.

Reposar la lectura, sólo eso queda, encontrar esos puntos en común con mi vida, asimilarlos y hablar de ellos, así como he hablado de todas mis lecturas cuando escribo… porque eso es una pequeña parte de lo que es un escritor: el depósito de todas sus lecturas y como han modificado su vida a tal punto que no sería esa persona sin ellas. Todo libro es peligroso porque al terminarlo corres el riesgo de ser otro. ¿Ser alguien mejor o peor? Eso es… perdón, estúpido. Esos rangos duales son tan limitados, tan obtusos. Te conviertes en otro y el resultado probablemente no lo veas tú, sino esas otras personas que están alrededor de ti: tus amigos, tus amores, tu familia… No sabes en lo que te conviertes. Mañana, quien sabe, tal vez deje de escribir para tocar el tambor o para terminar mi vida en una camilla, dictándole a un enfermero de qué fue mi vida.