Como la música pop se adueña de tu cerebro por más resistencia que pones. Ya intenté poner el Quijote encima de mi cabeza y gritar: ¡No pasaras!, pero ni modo, no funciona, seguro soy un idiota. Claro, digo lo mismo que una persona sana haría en mi lugar–. ¿Paparazzi? Qué asco, ponte mejor Arcade Fire o una de Intocable ¿Qué acabo de decir?

Lady Gaga, aún cuando me da miedo por las meras repercusiones sociales que provoca su existencia, es pegajosa y los sobrantes se te quedan en el cerebro. El corito de Paparazzi se guarda como tono de celular en tu cabeza, por ejemplo. I’m your biggest fan and I’ll follow you until you love me, papa paparazzi. En un momento de soledad e inspiración, lo cantas. Sale como el vapor en la olla de presión. Agudizas la voz, doblas las rodillas, you feel a diva honey. Ya sé que pasó el tiempo, ya sé que Paparazzi es viejísima para el estándar juvenil. Una niña de quince años lee esto por alguna equivocación del destino, seguro retuerce la boca y arrastra la voz para decir–: Uy, el ruco.

Después llegas a otra etapa y es razonar la existencia de esa canción que no deseas llevar en tu bagaje cultural y público. Por algo es, por algo debe ser… la necesidad de redención. Existe Paparazzi porque es el resultado de la cultura actual, un valiente giro a como los músicos de nuestro tiempo –y las figuras públicas en general– toman la figura del paparazzi, ese puente que une a la persona común con la celebridad, esa nueva realeza. Este es el tiempo en que Paparazzi estaba destinado a existir, en que sería comprendida como un himno de nuestra generación. Una imagen precisa y destinada. Sin Paparazzi se hubiera detenido la evolución humana. Paparazzi seguro tiene referentes en el pasado. Paparazzi es el cúmulo. Paparazzi es Dios.

Seguro. Recuerden que hoy es viernes de salir a chupar. Se piden las de Luismi y las de Timbiriche ya cuando se vayan.