Anoche pensaba en el acto de escribir un cuento. Después de años escribiéndolos por necedad e impulso, he descubierto que me convierto en otro mientras los escribo. No depende del cuento, ni de la situación, o el personaje. No depende de mis dedos, de mis creencias o mis experiencias. Sólo sé que tomo asiento y pienso en líneas. “El cuento se escribe solo”, dicen muchos. ¿El cuento tiene vida propia? Posiblemente es un pulpo que, con sus tentáculos, juega con mis manos y mi cerebro. No me interesa tanto el proceso de escribir el cuento, como descubrir en quien me convierto. No es lo mismo que escribir una novela. Una novela es un proceso largo y difícil. Es un proceso laborioso, por mucho, ya sea por la cantidad y la calidad que debe sostener a esa cantidad. Vivo consciente mientras escribo una novela. El narrador y el escritor, pelean constantemente mientras se escribe. Cuando escribo un cuento, me convierto en un testigo que cuenta una historia. Pienso en la voz de ese testigo, en sus rasgos físicos, en sus manías, sus muletillas. El narrador se convierte en personaje y yo me convierto en el narrador. Anoche pensé en esa persona, que se sienta a escribir un cuento. Parece otro. Lo observo mientras fumo y le cambio el cigarrillo cuando el suyo ya se consumió en sus labios. No mueve las piernas, ni el cuello, ni los hombros, sólo mueve los dedos. A veces escucha música. La música, dicen, afecta el humor, pero a él no parece importarle lo que está escuchando. Tal vez desea ocultarse a través de la música. Es una piedra que no escucha, sólo reverbera. Tomo asiento a su lado y leo en silencio, soy un intruso esculcando las letras en su pantalla. Todo el trabajo que tendré que hacer después de lo qué haces, pienso, todo el trabajo.