El primer verdadero trabajo de ficción, para muchos hombres y mujeres del mundo, es la eventualidad de tener un hijo o una hija. Yo también he fantaseado con ello, aún cuando estoy lejos de desearlo. Como el primer trabajo de ficción, se imaginan como se escribirá, como se filmará, como debe fotografiarse o pintarse, en qué nota deberías tocarlo. El personaje se complica: primero es solamente caca y lloriqueos, aprende a reír, aprende a decir papá o mamá, aprende a caminar, aprende a descubrir el peligro. Noches interminables sin dormir. Creo que me observa a través de sus ojitos negros. Creo que entiende lo que estoy sintiendo. El niño recién nacido es tan puro, tan santo, tan primitivo, que todo lo percibe y lo absorbe. Es la esponja de mis virtudes y… ah, sí, también de tus defectos. En unos años, si tengo un hijo, a veces me pregunto como explicarle que su padre disfruta escribir cochinadas, tener nenas en pelotas en su blog, organizar concursos de piernas y nalguear coquetamente a su madre mientras preparan la comida. ¿Debería dejar que la religión fuera un tema que él decida a través de los años, así como lo hicieron conmigo? ¿Debería inculcarle valores espirituales? ¿Qué valores morales son los más importantes para que el niño crezca pleno, y feliz? Un personaje de ficción que se desarrolla y toma parte en la vida diaria. Es como tener un cacto, y un perrito, e imaginar sus pensamientos, reacciones absurdas e ilusorias que se multiplican según la imaginación del creador. Así debió sentirse dios cuando decidió crear al primer hombre y pensaba en Jesús mientras moldeaba el barro de Adán. Supongo que se resuelven muchas dudas cuando avanzas en el libro y descubres que a su hijo, el más querido, lo mandó a matar unos miles de años después.