Cuando vivía en el DF, en cierto departamento, en algún lugar de la mancha… de cuyo nombre era evidente el “no puedes fumar adentro”. Solía salir a la reja con mis cigarros, como niño castigado o regañado. Ya estando en ella, según yo, en ese espacio reducido, pensaba un sinfín de cosas que seguramente me llevarían al perpetuo éxito en la vida. Sí. Entre todas esas pendejadas, seguramente se me ocurriría algo genial. Mientras tanto, prendía el cigarrillo prometido, miraba a la puerta del edificio, tomaba la foto del 365 días y platicaba con Bob, mi cacto, que solía acompañarme en esos momentos de sublime… perdición.

Sí. Este domingo que fui, recordé mis momentos de reja, de prisionero metafísico, de pequeño maleante. Me permitía descubrir a los vecinos, cuando salían en las horas de la madrugada, a pasear a los perros o salir por ahí. Varios empezaron a saludarme por eso y me preguntaban: ¿Cómo te va? ¿Tienes un cigarrito? –Les compartía uno, y fumábamos en silencio o en ocasiones, hablamos del clima, de la situación política, de lo mal que estaba la unidad. Curiosamente, con ello resolví el misterio del colgado del edificio 17. Me contaron la triste historia, completita… eso, este fin de semana. Después de quince años que tuve la duda. No por esto me confieso como un animal social, para nada. Sucedía raras veces. Eran más mis momentos de reflexión, mirando las paredes del edificio y descubriendo nuevas telarañas.

Muchas veces salí a fumar, pensando en como reorganizar mi vida, o la de mis personajes. Esa jaula inicio la historia de Bob, y también en ella empezó su búsqueda. En la esquina atrás, muy atrás, se esconde un lobo llamado Kromg. Es un dios olvidado, encadenado al espacio físico. El niño Torres, otro personaje, vive unos cuantos departamentos arriba y surgió por las curiosas preguntas que hacía un chamaco a su padre, mientras bajaban varios pisos de escaleras hasta que encontraron el escape al mundo. En esa reja, sopesé la decisión de casarme, el matrimonio, ensayé no sé cuantos discursos y hablé en voz alta, mientras el cacto escuchaba, me daba de zapes y me pedía que por favor, me largara a dormir porque era la única alma despierta con intención de pensar. Después me numeraba la cantidad de personas que hacían algo mejor con su tiempo consciente, como follar, mirar televisión, leer en silencio, ver pornografía… o follar.

Los perros se acercaban ocasionalmente a olisquear la reja y levantarse en dos patas para mirarme mejor. –Tú, el prisionero –susurraban, después reían y se iban a su momento de mundo: cagar en los jardines. Compartí cigarros con mi tío y platicábamos las cosas que nunca platicamos estando dentro de casa. Llamaba por teléfono a mi mujer, para platicar en ese lugar que lejos de ser privado, ya me era cómodo. Por el espacio, era imposible sentarse ahí. Me conformé a pasar los minutos a pié, moviéndome de un lado a otro, procurando que las neuronas no se durmieran. Curiosamente, aún cuando no era privado… lo trataba como tal. Mi oficina personal, supongo.

Sí… cuando muera, seguramente un pedazo de espíritu se quedará ahí, fumando, platicando con el cacto, el niño preguntón y un lobo rojo que ríe demasiado.