Fest piensa que aún habiendo una amplia gama de dónde escoger el transporte público en la Ciudad de México (taxis, metro, microbuses, autobuses, combis, bicitaxis) todos se asemejan en una cosa: son una mierda. No tanto como el zen o como el compromiso, pero siguen siendo, definitivamente, una mierda. Algunos argumentarán que los espacios y el precio marcan una importante diferencia, y puede ser cierto. El espacio que uno tiene para acomodarse en uno es directamente proporcional al precio que uno paga por el servicio. Es decir, por un taxi cuyo costo son treinta o cuarenta pesos, uno tiene espacio para sentarse y acomodar las piernas hasta dónde su extensión le permita. Por un microbús de dos pesos, cincuenta centavos, si uno tiene suerte, puede sentarse como sardina en alguno de los sillones o bien, quedarse de pie y rozar constantemente (y lamentablemente) con su pubis a una señora rechoncha que supone su masa corporal es la de una sílfide o un alfiler, y plenamente convencida de que esta engañando las leyes de la física, con esa masa empuja para acomodarse (y atorarse) entre dos caballeros. El microbús es la fantasía porno, finalmente cumplida para las señoras mochas que tienen miedo de pedirla. Tal vez la excepción en la regla universal de costo vs. espacio, es el metro, que por dos pesos uno puede jugarse la vida en horas pico y ahogarse en un mar de gente, o bien, por esos mismos dos pesos, uno puede invitar a sus otros tres compañeritos de viaje trasnochados a jugar con las sillitas dónde horas antes, otros quinientos usuarios habían puesto sus nalgas o sus manos. Uno creería que el espacio es vital para la comodidad y que toda esa diferencia de precios lo vale. No todos parecen tener en cuenta que no importando el transporte público que utilicen, hay algo que sacrificar al respecto y eso es el tiempo. Absolutamente todos gastan casi el mismo tiempo, ya sea por por el tráfico, por la lluvia, porque no revisaron la unidad antes de salir, porque estan construyendo un puente nuevo o porque el chofer no quiere pisar el acelerador para no gastar gasolina. En realidad la diferencia de tiempos es mínima, entre uno y otro transporte, como para hablar de una ganancia real, si de cualquier manera uno se molesta mirando el reloj y sintiendo la presencia demasiado cercana de otras personas.

Fest se rascó la cabeza, miró que un camión cuyo letrero cuyo destino era Oasis se acercaba lentamente. Fest alguna vez había llegado a ese Oasis. Era una zona muy hermosa, llena de graffiteros, calles oscuras y personas bendiciéndose unas a otras cuando se topaban en los caminos. –Ya sabe que a estas horas es muy peligroso, así que vaya con Dios –se decían, bajaban la cabeza y se sonreían, el efecto de la bendición parecía iluminar sus cabezas y sus corazones. Había sido uno de los caminos perdidos en la Ciudad de México más memorables para Fest. Ahhh, el transporte público, que belleza. Aquella vez, cuando se subió por error al Oasis que iba del otro lado, sólo tenía un peso, en vez del peso con treinta centavos que necesitaba para el pasaje. El conductor le hizo mala cara y le permitió subirse de cualquier manera. Se quedó de pie durante todo el trayecto, escuchando como se bendecían insistentemente, había personas que eran regulares a la ruta y que saludaban al chofer, y enseguida le daban sus bendiciones, esperando que fuera su último turno. Fest, pobre iluso, sólo pensaba que pronto llegaría a su casa y que la ruta, pronto se transformaría en su ruta. Se dio cuenta que eso ya no era posible cuando miró a través de la ventana y vio un lote baldío, dónde unos niños jugaban alrededor de un bote de basura quemándose. Gritaban y bailaban, como indios salvajes. Bajó la cabeza, se negó lentamente y se dijo–. Bueno, si ya llegué hasta aquí, mejor llego hasta el final… no vaya a ser que me pierda más… seguro al final del viaje reconoceré un metro, algo que me pueda llevar a casa. El viaje tardó alrededor de una hora más. Aunque miraba las calles por la ventana, no las reconocía, y le daba pena y miedo preguntar dónde se encontraba y como llegar a casa. Terminando el viaje, el chofer se despidió de todos, algunos le dieron la mano y de nuevo, más bendiciones, habían sido tantas bendiciones ese día que se sentía en la mitad de una misa o frente a un nuevo culto religioso. Todos bajaron antes que él, excepto el chofer que se le quedó mirando. El chofer pareció comprender y sonrió un poco–. Te perdiste cabrón, te perdiste y ya valiste madre. Fest le dio las buenas noches, se bajó y caminó un buen rato. Afortunadamente había una especie de mercado que iluminaba las calles, pero él sabía que en un descuido, podía meterse a un barrio ajeno. Elegía con cuidado las calles, dónde alcanzaba a notar que había grupos de borrachillos y jóvenes ociosos, daba la vuelta o viraba para regresar al camino de la luz. Tenía en la cabeza que el güerito desconocido, metiéndose en la zona indicada, acabaría por ser desollado vivo. Siguió el camino de la avenida, en algún punto del viaje había visto un eje vial que podía llevarlo a casa (después de unas horas de más transporte público, por supuesto) pero en su lugar encontró una línea del metro.

–Línea B. Quechaltzuahuatlicopichil –leyó en voz alta. La estación no se llamaba así, pero casi. El letrero era morado. Él nunca había estado en la línea morada antes. Se subió resignado, esperando que algún transbordo lo llevara a casa y afortunadamente así fue, después de otra hora con cuarenta minutos.

–Fest –dijo el lobo–, deberíamos tomar ese camión.

–¿Para qué? No sabemos dónde esta Bob.

–No, pero debemos aprovechar que lo has recordado todo. Ahora que hemos echado a andar, no debemos detenernos.

–El devorador de mundos tiene la razón, señor Fumador –dijo Torres–. Bob puede estar en cualquier lugar.

Fest le encontró cierta lógica a eso, se sonrió y recordó travieso en todas partes y ninguna, no servía de nada preguntarse y pensar dónde estaría Bob, cuando eso podría tomarles más tiempo que el que tomaba alejarse y regresar a él. Miró su cigarro, que apenas iba a la mitad, recordó que sólo le quedaban tres más en la cajetilla e hizo una mueca. Tiró el cigarro todavía prendido, extendió su mano y esperó a que el camión lo recogiera. El conductor se veía distraído, como en piloto automático. Otra de las premisas del servicio de transporte público era el humor de su conductor. Si estaba de buenas, era probable que no los tratara como cochinos o vacas, todos arrejuntados, a punto de ser llevados al matadero. Si estaba distraído como aquel, seguramente el viaje sería uno apacible y tranquilo. Fest contó las monedas en su bolsillo, apartó las que necesitaba y se subieron. Metió las monedas en la maquinita y en lo que imprimía los boletos, buscó rápidamente con la mirada dónde iba a sentarse. Sólo había dos hombres de gorra, casi dormidos, y una señora que miraba distraída por la ventana. Una ley del transporte público es la ley de ocuparse en sus propios asuntos. Fest podía bailotear y brincotear en la calle, cantar en voz alta con su reproductor portatil y todas esas cosas, pero tan pronto llegaba a una estación o se veía forzado a tomar un camión, sabía que debía seguir la ley y callarse, mirar fijamente al piso o la ventana. No mirar a alguien durante mucho tiempo, porque sentía que era de mala educación y si alguien le miraba a los ojos, entonces sostenía la mirada, hasta que alguno de las dos le apartara. La ley de la soledad. Sin embargo, esta la otra parte, aquellos que usan el transporte público en grupo (sobre todo los jóvenes). Siempre, alguno de ellos tiene que destacarse así mismo gritando, haciendo una broma en voz alta, correr o saltar sobre el vagón, y al terminar su acción mira alrededor del vagón (o del camión), fijándose quien estuvo atento de su transgresión. Solamente una persona solitaria, alguien que conozca la ley de la soledad, tendrá las armas suficientes para ignorar la transgresión y seguir tranquilamente su viaje. Las personas incómodas con su soledad, atestiguarán al muchacho transgresor de manera atenta, para aprobar o reprobar su manera de romper el silencio.

Algunos sociólogos sostienen, entre burla y entre seriedad absoluta, que vale la pena subirse a un transporte público para hacer estudios y conocer mejor a la raza humana. Fest piensa que de ser eso correcto, al menos habría un sociólogo para cada ruta y alguno de ellos ya se hubiera hecho millonario con esos descubrimientos.

–Señor, no se pueden subir perros –dijo el chofer. Fest ya se encontraba caminando a su asiento, cuando escuchó la queja.

–No soy un perro, soy un lobo –dijo el lobo sonriendo ampliamente–, y además soy el espíritu de un dios menor.

–Lobo o perro, prohibido animales –dijo el chofer y empezó a buscar a un lado de sus asiento–, y ahora bájate o si no te doy tus periodicazos.

Torres se siguió de largo y tomó asiento. Fest no sabía si hacerlo también o esperar a lo que el chofer resolviera. Kromg se fijó en un crucifijo colgado en uno de los espejos, su sonrisa pareció acentuarse y sus ojos brillaron un poco.

–Humano… usted tiene un hijo, uno de doce años, y tiene la esperanza de que su hijo estudie para contador. Siendo honestos, usted nunca tendrá el dinero suficiente para una universidad y su hijo nunca tendrá la inteligencia para hacerlo –el pelo de Kromg parecía brillar con más intensidad, lo hacía de manera intermitente, jugando entre tonos de naranja, rojo y café. Sus ojos brillaron y su sonrisa creció. Señaló con la mirada el crucifijo colgando del espejo y continuó–. Le ha pedido a Cristo que le conceda los favores y el milagro, pero debe saber que Cristo no lo hará porque de hacerlo, estaría contradiciendo la naturaleza que Él mismo se agenció. Sin embargo, si usted me deja entrar a su trabajo y a su casa, tendrá la suficiente suerte para que su hijo pueda estudiar esa carrera. Si la acaba o no, eso ya depende de usted y su hijo. Pero al menos la suerte para que logre entrar se la puedo conceder. Ahora, si de veras lo quiere, necesito tres favores de usted, uno de los cuales ya le dije: la entrada a su trabajo y casa, los otros dos son que cada que coma carne roja debe susurrar tres veces mi nombre después de comérsela y también, debe permitirme morderle su brazo para marcarlo con mi existencia. Usted puede bajarme de su camión, humano… pero se arrepentirá, se arrepentirá mucho si lo hace.

Kromg nunca dejó de sonreír. El chofer le miró, le temblaban las manos. Fest observó que Torres también estaba nervioso.

–¿Tú harías eso por mí?

–Si.

–¿En serio?

–Ya esta hecho, sólo extienda su brazo.

El chofer así lo hizo. Kromg abrió su hocico y suavemente mordió el brazo del chofer, quien pareció no sentir ningún dolor. Cuando Kromg terminó de morder, el hombre retiró su brazo y se vieron las marcas de los dientes, integrándose lentamente a la piel del hombre, por debajo de su pelo, sus lunares y su piel maltratada.

–Adelante –dijo el chofer.

–Gracias. Recuerde, tres veces mi nombre después de comer carne roja: Kromg, Kromg, Kromg.

–Hey… eh, ¿debo tirar eso a la basura? –preguntó el chofer, señalando el crucifijo.

Kromg continuaba sonriendo.

–No. Cristo nos ama a todos. Déjelo ahí.

–Si… bueno, gracias. Muchas gracias.

–Si, si, ya.

El lobo alcanzó a Fest y luego ambos tomaron asiento junto a Torres. Los otros tres pasajeros les ignoraron por completo, aún cuando el lobo casi golpeó sus narices con la cola. Ley de la Soledad, pensó Fest, métete en tus propios asuntos y ya. Se quedó en silencio un rato, tratando de pensar donde debían bajarse y donde sería mejor empezar. Torres miraba también la ventana y Kromg, echado en el piso, empezó a lamerse las patas para después quedarse dormido. Justo cuando también pensaba en quedarse dormido, la señora de unos cuantos asientos adelante volteó a verle, le hizo señales con la mano que le invitaban a sentarse junto a él. Raro que un completo desconocido invitara a otro desconocido a ello, así que lo tomó como una señal. Se levantó, se sentó junto a ella y ella le contó una historia, donde escuchó un nombre que pensó no volvería a escuchar en su vida.