Bob, Kromg y el hombre del cacto en el hombro, caminaron incontables cuadras de la Ciudad de México y fue así que llegaron a la Narvarte, zona de estudiantes despreocupados y ancianos ahorradores. En ella, como en el resto del mundo, esperaban encontrar al doctor que podría despertar al cacto, o bien, como su oficio dicta: al despertador de cactos. Sabían de antemano que la rareza del oficio, algo que juzgaban ya extinto, sería muy difícil de encontrar, e intuyeron que por la evolución natural de la vida, algún otro oficio podría también servir como “despertador de cacto”.

–Es que el conocimiento no se pierde –dijo el lobo, quien humeaba tranquilamente por el pelaje de fuego–. El conocimiento es eterno. Algunos pensarán que se pierde cuando no hay un sucesor que puede guardarlo, pero eso es una mentira. Si algo fue conocido, y es conocido en su tiempo, y la gente simplemente se olvida de eso, no pasa nada más que simple olvido. No es que los humanos sean tan importantes como para romper algo que siempre ha existido. Y es en el momento de alguna necesidad que funciona la memoria de los ancestros y es como destapar un caño, hay que bombear y bombear, y fluye despacio, y seguir bombeando, y el agua después revive y se mueve furiosamente, se convierte en un flujo interminable, en una explosión. El conocimiento se olvida, para luego reconocerlo.

Y fue que miré al hombre del cacto en el hombro, que sacó un cigarrillo de su oreja como si fuese un truco de magia, lo encendió y se detuvo en una esquina. Me vino a la memoria una charla y recordé, un poco angustiado–: “Me sentiré muy solo el día que no estés”. Pero ahí estaba en su hombro. No es que el cacto se hubiese ido para siempre, sencillamente se había quedado dormido. Yo también me hubiera quedado dormido de tener que aguantarlos. De tener que aguantar el mundo, por ejemplo, después de dos horas de noticias en la televisión y de más horas en cualquier tráfico, lo único que querría sería eso: cerrar mis ojos y mandarlo todo a la mierda. Dormir y no sentir. El hombre del cacto en el hombro entendería eso, lo sé porque soy muy parecido a él.

–Alguna vez Bob y yo platicamos –dijo, sin quitar el cigarrillo de su boca–, que nos hubiera gustado escribir la historia de un héroe sin igual.

–¿Y lo hicieron?

–Nah. Nunca. No hay manera de hacer un héroe sin igual porque… pues al momento de hacerlo, deja de ser “sin igual”, ¿ves? (por supuesto, musitó el lobo) Pero al menos nos divertimos platicando de ello en un par de ocasiones –el hombre acarició las espinas del cacto e hizo un ruido similar a la siembra del trigo–. No hay nada que no exista ya. Creo que es difícil superarlo todo.

–Es lo que te estoy diciendo, necio… que ya todo existe –insistió el lobo–. Ya todo existe. El juego esta en encontrarlo.

–¿Cómo al despertador de cactos?

–Ándale.

El hombre asintió y los observé un rato más. Admiré que se pudieran quedar tanto tiempo en silencio y que de alguna manera, se convirtieran en estatuas. En monumentos. Monumentos a la pasividad, a la inacción, a una perpetua parálisis.