Cien noches, pensé, cien noches solamente y entonces regresaré a casa. La primera noche, de haber sabido eso, las cosas hubieran sido diferentes hace dos años. Hoy se cumple el segundo aniversario de aquel día, y me encuentro revisando cada uno de los diarios, esos horribles cuadernos de anotaciones breves, de poemas insulsos, de los textos que me pedía Almaguer, y las anotaciones que pretendían aligerar la carga de aquellas noches con sus días. Cien noches… fueron cien noches exactas, hoy lo acabo de comprobar a través de una lectura concienzuda de las bitácoras (Cuatro y un tercio, en total). Nada más fueron cien noches y, no quiero admitirlo, pero fueron como una vida entera. Hoy me encuentro aquí, reescribiéndolo, tal vez con ello logre ordenar la mayoría de las anotaciones, si tengo mucha suerte podré expiar la culpa. Es eso o la bala que me espera desde hace dos años. Dicen que uno escribiendo resucita, que uno escribiendo puede alcanzar la catársis, la luz, el entendimiento, Dios… si, si tengo mucha suerte podré expiar la culpa.

Almaguer y yo nos conocimos en la preparatoria. Algunos pensaban que éramos como brothers, pero él y yo sabíamos que no era así. Más bien éramos rivales que se tenían respeto por las habilidades, por la condición, que poseía el otro. Claro, era una escuela marista, entonces era fácil para nosotros disfrazar la rivalidad con camaradería, inclusive con amistad… hermandad, en el peor de los casos. Por esas habilidades que adquiere uno en una escuela marista es que somos confundidos con una pandilla. Tal vez, Almaguer y yo, llegamos a creer que fuimos verdaderos amigos en algún momento… era una mentira piadosa. Conforme pasaron los años, descubrimos la verdadera naturaleza de nuestra relación. Que él me dejara en su coche, que yo le ayudara con español y literatura universal, mientras que él me explicaba matemáticas y anatomía, que yo le pagara con unos cigarros y él me ofreciera uno, que jugáramos dominó nunca como pareja, sino el uno contra el otro retando al perdedor a pagar las hamburguesas. A veces, Almaguer era el testigo de mis textos, o mis bocetos de pintura y cuando terminaba de leerlos o de admirarlos, ambos con la misma brevedad, me comentaba de sus números, de sus planes, de su próximo viaje a Europa.

Él era hijo de políticos y yo de licenciados. Estábamos condenados. Cuando se acabó la ilusión de la preparatoria, cada uno partió caminos y se olvidó, yo me hice ingeniero en informática y él… esta escrito en esos cinco cuadernos.

Hace dos años, Lorena me abandonó porque pensó que era muy temprano para casarnos, porque sus intereses eran otros, porque ya no le gustaban mis lentes o por mi cuerpo flacucho. Era la segunda mujer más hermosa que mis manos hubieran tenido. No fue por dinero porque no ganaba mal. Por alcohólico no fue, porque empecé a beber cuando ella me dejó. Y no fue por mi cacto, ni por mis perros, porque no tenía nada de eso. En algún momento pensé que fue por Almaguer, o por Luxus, pero ya no tiene caso culpar a nadie y yo también formé parte de ello. El único culpable de sus acciones, y sus reacciones, es uno mismo… no hay de otra y ya.

En noviembre del dos mil tres, Almaguer vino a mi casa y lo primero que hizo fue meterme a la regadera. Yo todavía no terminaba de reconocerlo, cuando de golpe, con los chorros y el frío, mi boca parió todos los recuerdos distorsionados por el enojo y la borrachera. Él sencillamente me miró sonriendo y le brillaron sus ojos azules, su cabello castaño púlcramente peinado, sus zapatos gucci. Aunque tenía toda la cara para hacerlo, me enteraría después que no pretendía ser político. A ratos, cuando estudiaba en la universidad, me preguntaba cuando vería la contaminación visual que significa ser diputado, papeles y papeles con la cara de Almaguer, y me sonreía. Si él hubiera decidido ser político, no estaría contando esto y no hubiera escrito cinco cuadernos con porquería, manchados de semen, de fluídos, de saliva, de poemas insulsos, de anotaciones, de Lorena, de Azul, de Horacio, de Marcos y del Negro… de…

Azul.

–Vengo a proponerte algo, ¿te acuerdas qué te gustaba escribir en la preparatoria? –preguntó Almaguer, mientras me ofrecía un café y me sonreía con dientes que brillaban al primer contacto con la luz. Después de tantos años, embriagado aún con Lorena y Johnny Walker, venía el cabrón a recordarme que me gustaba escribir en la preparatoria. Me le quedé mirando durante largo rato y cuando descubrí que él podía sostener la mirada tanto tiempo fuera necesario, decidí preguntarle: ¿Qué?

–Tengo un negocio privado y necesito alguien que escriba –Hizo una pausa–. Necesito alguien que escriba como tú.

Cinco cuadernos… cien noches.

Cien noches solamente y entonces regresaré a casa.