Reescribiendo “La Torre de los Sueños”, me sorprendí escribiendo un capítulo preliminar llamado “Antes de dormir”, donde se cuenta una de las historias alternas. Cuando empecé a escribirlo, me sentí pesado, me quedé mirando el espacio-tiempo que estaba en blanco, deshaciendo un universo que ya estaba hecho, mal hecho, con su mayúscula inicial y punto final. Pienso que un escritor, una persona, no debería deshacer lo que ya hizo o lo que ya dijo, que debería quedarse con ello, así que cuando me encontré con ese espacio en blanco, pensé que deshacía lo que ya estaba dicho. Un arrepentimiento de lo escrito.

Y luego pasó por mi cabeza que como lector, me hubiera gustado que sucediera esto o aquello, o que contaran esa historia que siempre esta escondida por la sutileza o bien, que los personajes continuaran viviendo durante un poco de más tiempo. Escribir desde esa perspectiva lo ha hecho más ligero y el proceso, dejó de ser forzado para convertirse en descubrimiento. No se reescribe, se revalora.

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Estos días me he comprado “jugos”, de un litro, para tomar algo en lo que edito. Es, creo, mejor que tomar dos (a veces tres) tazas de café para el desayuno. El jugo Lala cuesta siete pesos con cincuenta centavos y no es lo que se dice un jugo, propiamente. Dice claramente–: BEBIDA SABOR manzana o BEBIDA SABOR naranja. En ningún lugar, de la pequeña etiquetita, esta escrito jugo natural o pulpa de jugo. Es agua azucarada, adicionada con “VITAMINA C ENRIQUECIDA” y colorantes y conservadores. A veces compro Boing o Del Valle, dependiendo del sabor, de las ganas y de la economía. Estos incluyen siete pesos más en vitamina A, vitamina D y de 10% a 20% de jugo natural.

Por eso cuestan el doble.

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Una vez, se me antojó leche con chocolate y cometí el error de comprar un litro del llamado “YOMI” (hay de fresa y de vainilla, para los más aventureros), también de Lala. Demasiado espeso y el sabor era un poco agrio. Una porquería. Fue como tomar champurrado frío. Por un momento pensé que no me había fijado y que ya estaba caduco, pero no, todo estaba en orden, al menos eso decían las letras y los números impresos en alguna parte del tetrapak.

Y me lo acabé, un vaso un día, un vaso al siguiente. Cuando cometo errores en elección de comidas y antojitos, suelo comérmelo enterito para que no se me olvide que ESO NO. Además, me dio mucho coraje gastar en algo que no me gustó. Otra cosa es que la comida, aún siendo un remedo como ese, no debe desperdiciarse. Desde que vivo solo, me da mucha pena tirar comida, sea como sea, el pinche Yomi Lala me podría sacar de un apuro, si me estoy muriendo de hambre y no tengo un quinto.

Por si les interesa saber, el YOMI esta enriquecido con vitaminas A y D.

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Sin embargo, si me levanto temprano y el estómago me molesta, camino un par de cuadras y por quince pesos, pido un licuado de plátano con chocolate. El señor me saluda de buenas tardes y buenos días, con una sonrisa, aunque mis visitas a su puesto son esporádicas. Después de uno de esos, a las nueve o diez de la mañana, puedo esperar hasta las seis de la tarde para comer algo y no ceno, más que una paleta crunch o un antojo leve.

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–Agárrenlo ¡por favor! –alcancé a escuchar, mientras andaba escribiendo mi post acerca de mis hábitos alimenticios. La Narvarte es una zona relativamente segura, si nos toca algún mal, a veces es porque estamos pegaditos a la Buenos Aires, o porque estamos a unas cuadras de una cárcel juvenil. Escuché a la señora algo incrédulo. Me quedé en silencio un momento y esperé, entonces se volvieron a escuchar gritos y al asomarme por la ventana, pude ver a una señora de sesenta años, corriendo como su edad le permitía, y también vi a una señora de unos treinta, máximo, corriendo más rápido, aún con su vestido suelto y su peinado.

La señora me miró a los ojos y, pues, me sentí responsable, comprometido.

Bajé a esperar y me asomé por la ventana. Vi al mecánico que tenemos a un lado sacar un bastón de hierro y un taxi se frenó, intempestivamente, a mitad de la calle. Salí de la casa y los tres esperamos. Vimos a un chavo corriendo, ya sin nada en las manos, de unos diecialgo, evidentemente jodido, vestido con una playera verde y una gorra, no tan jodidas. No tan jodido como el bastón de hierro y el bastón del taxistas prometían que estaría. Empezamos a correr hacia él y nos evitó, al mecánico y a mí, tomando el otro lado de la calle. Pensaba correr más rápido, me aventaría contra él –pensé–, lo sometería y esperaría a que el mecánico le diera el madrazo bien merecido.

Sin embargo, el chavo corrió hacia la avenida, dio el siga y solamente siendo suicidas, lo hubiéramos alcanzado. El taxista salió de no se dónde y lo golpeó con su bastón, y lo siguió golpeando. Otro hombre se acercaba al taxista, resuelto a preguntar poco y madrear mucho.

El mecánico empezó a regresarse y yo también, dejando al ratero a su suerte. Creo que lo dejaron ir, después de su madriza. ¿Cuál ley en México, si tienes a tus vecinos, dispuestos a proteger su colonia? De regreso miré a Johnny (venezuela), quién salió a mirar, tal vez a participar, y me preguntó que había pasado. Le conté a medias, estaba nervioso por la adrenalina. Me olvidé de mi repentino sentimiento de responsabilidad y de justicia. El ratero ya no tenía nada en las manos y si el taxista, y el otro hombre, le seguían golpeando, era para que no lo volviera a hacer. De regreso miré hacia el otro lado de la calle, de donde había corrido de regreso al ratero y había un gran número de gente. Por eso regresaste lo que te robaste cabrón, pensé.

Me acordé de Anuar.

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Una ocasión, en la unidad habitacional donde vivía antes, me encontraba platicando con un amigo. Era de noche, como las ocho, y él me andaba platicando de su probable plan con las chelas. En ese entonces, yo salía con ese grupo a beber, de vez en cuando, para conocer a mis vecinos, una chelita y ya. De la nada, como película churrera mexicana, salieron quince cabrones con cadenas, bastones y sin mamada, uno hasta nunchakus traía, colgados en el cuello como todo un Bruce Lee. Llevaban chalecos de mezclilla, playeras blancas, tatuajes en varios de sus hombros. Estuve a punto de reírme, no podía creer lo que estaba sucediendo.

Entonces se detuvieron y se nos quedaron mirando. Uno de ellos le preguntó a otro que si era alguno de nosotros. Se me quitaron las ganas de reírme. Movió la cabeza negativamente y nos pasaron de largo, fueron directamente a la tiendita del Javo, un cuate que me había prestado lana en una ocasión y que me fiaba los cigarros si no me alcanzaba el varo. El Javo también tenía un tatuaje y una esposa, gorda, de sonrisa agradable. Ella muy dicharachera y él, se me hacía un chavo muy amable, muy silencioso. Los quince cabrones fueron directo a su tiendita y se la desmadraron, se la hicieron mierda. Mi amigo y yo, nos fuimos cada uno, en silencio, a nuestro departamento.

Lo bueno que ni el Javo, ni su esposa, me miraron a los ojos, me hubiera sentido responsable… comprometido… y de todas maneras, me hubiera metido silenciosamente a mi casita, sin saber qué hacer o como ayudar. Uno, aunque se crea Bruce Lee, esta en desventaja con quince cabrones que se dicen Bruce Lee y tienen los chacos colgado del cuello. El Javo estaba pagando su crimen –algún crimen inscrito en las leyes naturales del hombre, en las leyes de la colonia, en Mexico City– y ya, ¿qué hay que hacer? Karma puntos.

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También sucedió en una ocasión, en mi niñez, que asaltaron la pollería que estaba pasando el parquecito del mercado, donde mi abuela vendía zapatos. Se escucharon gritos. Todos en el mercado se encerraron en sus locales, bajaron sus cortinas y de repente, hubieron balazos. Yo me puse a llorar, mi abuela me abrazó un rato y nos quedamos callados.

Después de un rato, le tocaron a la cortina y le ayudaron a abrirla. Algunas de las otras que atendían, platicaron un poco con ella. Yo seguía asustado. Mi abuela me dio un bolillo, remedio para el susto. No salí a jugar en el parquecito durante bastante tiempo.

Unos días después, tomamos uno de los caminos que usualmente solíamos tomar para ir al mercado. –Por aquí se querían escapar los ratas –me dijo la abuela. Y encontramos dos o tres pisadas de zapatos, hechas con sangre seca. En ese entonces, pensé que eso era lo más emocionante que había sucedido en mi vida, que estaba en el lugar donde los rateros habían muerto, donde los valientes policías hicieron su trabajo.

Creo que fue ahí donde pensé en hacerme policía de grande.