Al moverme en círculos religiosos, por lo que a mi educación se refiere, me han mencionado muchas veces la parábola del hijo pródigo. Me han dicho que soy como él. La madre Juanita, incluso, me dijo que Agustín era su nombre, igual que el mío. Si ella tenía razón o no… no lo sé, nunca me he animado a investigar o a sacarme de mi error. Así como la historia de Job, me gusta la de este supuesto Agustín, y estoy bien pensando que tengo algo de eso. Me gusta pensar que en algún momento vendrá la redención de mis vidas pasadas.

Y es que, no hay que pensarlo mucho, pero todos nosotros somos hijos pródigos a nuestra manera. En las iglesias, el sermón del arrepentimiento siempre esta acompañado con esa parábola. ¿Se saben esa historia? Seguro que si, si han ido una o dos veces a misa, han de haberla escuchado por error. Nosotros que somos un país laico (bien católico), es imposible cerrarnos completamente a ello. Si no se la saben, es el turno de este agnóstico de evangelizarles.

A grandes rasgos, la parábola como no la contaba Cristo, era que el hijo pródigo era el juniorsito, el segundo hijo de papá. Un fresa irresponsable, pinche chamaco, que agarró un buen día y le dijo a su jefe–: Papi, o sea, ¿me adelantas mi herencia? Po(t)s, es que quiero viajar en crucero, ¿no? El papá, seguramente lleno de trabajo y como una forma de evadirse de su responsabilidad hogareña, le dio la mitad que le correspondía a la herencia. La verdad es que el padre no podía controlar al pinche escuincle mimado y por eso le dio el varo. Y efectivamente, el cabrón, ese tal Agustín, llegó bien campante al primer Sodoma y Gomorra que se encontró, se emborrachó, tuvo las mujeres que quiso, gastó el dinero en todos sus cuates (chavos interesados, ya saben) y se compró un Mercedes.

Y un buen día, Agustín despertó sin un quinto (el Mercedes ya se lo había vendido a un rico jeque de la región, ¿qué tienen que ver los jeques? Nada, en realidad, pero es que, supongamos que el universo mítico de las mil y una noches se empalmó con el de la biblia), deseando siquiera que le dieran de comer lo mismo que le daban a los cerdos. Avergonzado, humillado y con ese bajón a la realidad, perdió el cantadito fresa a punta de madrazos. Como quien dice, le cayó una monedota de veinte centavos, (una grandecita, como la de los cuarentas) en la frente. Así, tiradito como estaba, conoció lo que era el arrepentimiento. En aquél tiempo, comer lo mismo que tragaban los cerdos era sinónimo de, pues, jodido. Aquí en México, con hambre todo nos sabe a gloria, lo sé… pero Agustín no era mexicano, era judío y ya saben como los judíos discriminan a los cerdos, y a su comida. ¿Capichi?

So… ¿qué hace su papá? ¿qué hacen los papás después de haberlos decepcionado y desafiado?

Pues lo mandó a la chingada. Una más, una menos, ¿qué más da?

No es cierto, no es cierto… al enterarse que su hijo babeaba por las croquetas para puercos, ordenó a sus sirvientes que fueran a recogerlo. Lo vistieron con las más hermosas telas. Lo adornaron con las más finas joyas. Lo llevaron a comer a un burger king especial para judíos. Y el primogénito, nomás miraba calladito a su hermano (Agustín) en los jueguitos para niños jugar con Sofía, la prima romana de la tía Petunia. El carnal mayor, se acercó a su padre con los ojos llenos de envidia y le preguntó–: Oye cabrón, yo que si me he aguantado tu educación moral tan mamuca, tan cuadrada y tan cerrada, yo que siempre pensé que calladito me veía más bonito y que partiéndome el lomo como un asno era un buen niño, ¿por qué a él le haces tanto jolgorio y a mí nomás me das mi leche nido y a dormir?

–Es que mi’jo… … …Eres rete pendejo, de veras.

(En palabras [más coloquiales, por supuesto] de Cristo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado.)

Esa fue la anécdota del hijo pródigo. Resuciten y anden, hermanos.