I

Mi hermano decía que una historia empieza a partir de un sueño. Él decía que el sueño es el disfraz de un deseo oculto. Nunca quise concederle la razón, porque soy escéptico hasta de los ingredientes que el señor de la esquina vende como tacos. Además, a mi hermano lo encontraron muerto hace cinco años después de haberse perdido durante dos. Tenía un tatuaje de Jesucristo en el pecho y el tatuaje de un árbol, cubriéndole toda la espalda. Su cuello estaba rajado, pero no había señales de sangre. Lo limpiaron y lo movieron de lugar dijeron los policías; el más viejo de ellos tenía cara de duro, como los había visto en la tele. Mi madre quedó devastada y se encerró en un silencio de mujer sumisa, que nunca fue característico de ella. Me pregunto… ¿mi hermano habrá soñado su muerte y se le cumplió? Una muerte tan bíblica y mitológica. Hay gente que sueña morir así, con símbolos marcando su cuerpo.

Si debo ser honesto, no me dolió la muerte de mi hermano. Me dolió más cuando se perdió un día y no lo volvimos a ver. Mi madre rezaba cada noche por él y revisaba ventanas, sin embargo no hablábamos del tema. Era como si ella supiera que él se había ido por voluntad propia y esperaba un regreso como el del Hijo Pródigo. Se llamaba Agustín, aunque no heredó nada en vida, tan sólo una personalidad seductora. Él se perdió a los veintiún años, y yo estaba a punto de alcanzar la mayoría de edad, sólo me faltaban tres meses. Rara vez platicábamos. Nuestros caminos se partieron acabando la infancia e iniciando la pubertad. No fuimos los hermanos cómplices que se muestran en las películas. Tan sólo viejos conocidos, nada más.

Yo dejé mi casa tan pronto el hermano de mi madre le ofreció un hogar. Él es exportador e importador de cosas misteriosas o cosas que no me interesan, ambas opciones son válidas. Me da a mi una modesta mensualidad que me permite sustentarme y rentarme un cuarto en casa de una vieja que se la pasa platicando con sus gatos y sus dos hijas fallecidas. Para no dejarlo ahí, trabajo en una casa de casting –o castinera como le dicen los argentinos–. Cada quincena meto mi sueldo a la cuenta de banco donde el hermano de mi madre deposita el dinero. Sigo estudiando Literatura en la universidad porque me gusta, estoy seguro que si compartiera la muerte de mi hermano en un cuento, lo hallarían tétrico y me mandarían a vivir un poco más, para adquirir un poco del humor negro y la decadencia de la que están envueltos los escritores contemporáneos.

Así es como se debe escribir muchachito.

Soñé con un hombre llamado Ayer, soñé con que me lo encontraría el día de mañana y el sueño fue tan nítido, como si tuviera a mi hermano desangrado enfrente una vez más. Mi hermano decía que un deseo oculto se disfrazaba de un sueño y quisiera preguntarle más, si tan sólo él estuviera vivo.

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Estaba jugando en la computadora. Era una rana intergaláctica, aventando bolas de colores para destruir más bolas. Si estas llegaban al final, perdía; así de fácil. No me gusta perder, ni en lo sencillo, ni en lo complicado… esto se debe a que son pocas las cosas que me apasionan, que me despiertan de un letargo continuo en el que los días se me van como gotas de agua cayendo en un fregadero de porcelana. Debería conseguirme un hobby, me digo en ocasiones, uno que despierte algún lado artístico o creativo.

Intenté mantener un diario y fue un fracaso rotundo, el cuaderno que elegí especialmente para la tarea de “guardar mis más preciados pensamientos y sentimientos”, terminó siendo una agenda y después, feneció arrumbado en algún rincón de mi cuarto. Mi diario se convirtió en una fotografía sepia. Hoy en día, aunque estoy estudiando literatura, no aspiro ser escritor. Sé que no soy bueno. A mi sólo me gusta leer. Además, terminaría siendo parte del círculo vicioso de la literatura decadente. Un ridículo.

Agustín, mi hermano, soñaba con ser fotógrafo. Me acuerdo que en la comida hablaba mucho y yo le escuchaba paciente, era la manera de callarlo más rápido. Hablaba de que le tomaría fotografías a modelos bonitas y a paisajes increíbles, mientras la sopa se le escapaba de la boca. Era un hombre apasionado, pero se necesita más que pasión y agallas para ser bueno en algo. Se necesita talento. ¿Y qué hago recordando tanto a mi hermano? No lo amé. Ni siquiera le quise.

Habla de mi.

Al terminar mi juego, salí un rato a caminar. Aprovecharía para comprar una coca cola y unos cigarros, el combustible del hombre moderno. Los viernes no tengo clases, todos los fines de semana serían un tanto aburridos si no fuera porque en mi trabajo no existen horarios. Y tanto puede haber mañana, como no… es un alivio vivir sin saber qué pasará mañana, en algo tan monótono y rutinario como un trabajo. Caminé, caminé… crucé avenidas, recorrí cuadras gigantes, un gran círculo antes de llegar a la tienda. Me gusta observar.

Y como el ángel que se le apareció a José, un hombre de playera gris, sin marcas y sin otros colores. También vestía jeans deslavados, un collar con un dije que no reconocí. Él esperaba recargado en un poste. Su cabello era castaño claro, casi rapado, tenía labios gruesos y una barba mal afeitada. Lo seguí mirando, no podía apartar la vista. Le reconocí como lo había visto en mi sueño.

Era Ayer.

Caminé para acercarme –impulso personal– y cuando me di cuenta, el hombre extendió su brazo y un microbus paró a recogerlo. Se fue a unos pasos de alcanzar mi deseo oculto. El sueño se rompió.

Si fuera supersticioso, me sentiría maldito por quebrar el destino.