Un signo distintivo de aquella señora, mi abuela, era poner su radio viejo y sucio, manchado de grasa, en cualquier estación de radio. En las mañanas era Radio Red, donde escuchaba a los locutores (Gutierrez Bibó(?), Limón) hablar de los acontecimientos políticos de hoy y de las fallas que tiene la ciudad de México. En el mediodía tocaba el turno del psicólogo que trataba a la gente por el radio: Lamoglia. Sí, me parece que se llamaba Lamoglia. En contadas ocasiones ponía cassettes con música clásica (Mendehlson, Tchaikovsky o Mozart) o bien, con Fausto Pappetti o este cuate… Otmar Liebert. En fin. Durante el rito, se escuchaba el agua y el choque de los trastes. A veces la carcajada de mi abuela por algún comentario del radio, una carcajada sincera. Me gustaba mucho ese sonido agudo, por eso me hacía el gracioso en cuanto pudiera… me encantaba arrancarle carcajadas.

Huele a lluvia.

Cuando presentí su muerte, por tantas veces que la llevaban al hospital, me dediqué a intentarlo. Puse un radio en la cocina y cuando me tocaba lavar trastos, lo prendía. Quería conocer algo de su disciplina, o de su trance, o nada más ponerme sus zapatos por un breve instante. Romper la regla de que no se vive en vida ajena. Abría la llave del agua, llenaba el botecito de jabón y pensaba que pensaría ella. Rememoré cuando la sorprendí hablando sola mientras lavaba los trastos. Busqué un refresco en el refrigerador y entonces la escuché. Hablaba sola de lo mal que se sentía, de sus hijos que le culpaban de todo, de lo culpable que se sentía por aquellos que no le culpaban abiertamente. Hablaba de lo mucho que luchó para educarlos ella sola y hablaba de que le había faltado algo, en alguna parte.

Fue la primera vez que le escuché un–: “¿Tú crees que ha sido fácil, Agustín?”… ¿tú crees que ha sido fácil? La primera y única vez que se lo escuché.

Pensaba en sus hijos ya grandes y todavía solteros. Pensaba en los casados, si habían decidido a la persona indicada. Pensaba si debió de decirles más o decirles menos. Pensaba si debió ser más estricta. Si debió buscarles un padre. Y sobre todo, se daba cuenta que ya era tarde… que ella ya no podía hacer nada al respecto, porque todos estaban crecidos.

Ya no hablaba sola, me miraba y me decía las cosas. Me decía como la culpaban a ella y me decía como se culpaba ella. No dormía tranquila en las noches, la abuela, mi abuela… así como rara vez duermo tranquilo en las noches. En ese momento crítico, después de conocerla tantos años, encontré ese rasgo característico familiar de culparnos por todo. Culpable, culpable, culpable.

Esa película es padrísima… en ella baila un hombre vestido de geisha, la música me gusta mucho. Ya no huele a lluvia, pero el cielo amenaza.

Y se soltó a llorar, se soltó a llorar. Volteó hacia mi y me dijo–: Ya me escuchaste. Ya vete Agustín, déjame llorar sola.

Me alejé de la cocina y a los diez minutos, escuché que prendía de nuevo el radio. ¿Por eso lo escuchabas, para no pensar?… No lo sé… Alguna vez, ya cuando ella murió, visité a mis tíos. Cuando entré, escuché el radio viejo de la abuela mientras uno de ellos lavaba trastos en la cocina.