Cuando pienso en un hombre cansado, se me vienen a la mente dos imágenes. Una es de un gato de cinco patas, no sé por qué exactamente. Debe ser que la quinta es una papada super-desarrollada que ha mutado para imitar a una quinta pata. En serio que no lo sé, es uno de esas quimeras que tiene uno como ser humano o tal vez, es una trampa (¿de qué? Si adivinan, les regalo un dulce).

Pero dejando eso de lado, dejen platicarles de la segunda imagen. Era un hombre tan cansado –y no parecía un gato de cinco patas–, que tenía una barriga del tamaño de tres barriles vikingos de vino tinto y se levantaba de la cama, solamente para ir al baño. Nomás porque era una necesidad. A mi –y a un grupo de amigos– me tocó la penosa situación de ayudarlo un par de veces a levantarse y dirigirlo correctamente al baño.

Y lo teníamos que esperar afuera, en cuanto escuchábamos ronquidos, teníamos que tocar la puerta para despertarlo porque se quedaba continuamente dormido. Primero nos dijo que tenía narcolepsia, luego, nos dijo que su sistema digestivo estaba realmente mal, después, arguyó que sus problemas eran hormonales. Nadie podía entender a ese hombre, tan cansado. A menudo nos preguntábamos como lo conocimos, como lo hicimos nuestro amigo, ¿era de la infancia o sencillamente había llegado como un extraño a instalarse en nuestras vidas? Ese tipo de amistades, en mi experiencia personal, suelen ser muy placenteras.

Sin embargo, era cansado cuidar al cansado y más cansado aún, no saber como llegó su cansado ser a nuestras cansadas vidas del cansancio máximo.

Nos acercábamos tantito y su aura de desgane se nos pegaba. Le imitábamos y nos sentábamos en el porche de su casa. Mirábamos el paisaje –otras casas similares, con porches similares–, y a olvidar el frío con un cigarrillo y a combatir el calor con una cerveza. Él contaba, pausadamente y cuando no dormía, de todos los amaneceres –solía decir que el cuarenta y trés era el más hermoso– que había visto y enumeraba las cosas que le habían llamado la atención, después sonreía cansinamente y decía–: Eso es todo, tengo mucho sueño el día de hoy y me iré a dormir.

Realmente estaba cansado. Le miraba los ojos, me acuerdo bien, ojos encerrados en una cara de piel arrugada y cejas gigantes, y descubría que detrás de todo ese cansancio había muchas vidas sin contar. No puedo explicar el sentimiento que me dio, entre lástima y sorpresa. De alguna manera, le estaba doliendo vivir, pero le dolía más, no saber que seguía después de la vida. ¿Se entiende lo qué intento decirles? No, me parece que no. Ni yo lo entiendo.

Cuando pienso en el cansado, me acuerdo de sus manos lentas, gordas y rechonchas. Manos grandes y a veces, parecía que tan vacías. Como el desayuno de dos cafés cada mañana –y dos cigarrillos–, que se hace sin razón aparente. Y dentro del cansado, existía el silencio más grande del mundo en esas palabras que se decían entre comas y comas, oscuras y mal puestas. Era curioso, pero el cansado no sólo nos pegaba su aura de agotamiento… también nos otorgaba una vitalidad que no creíamos que existiera. ¿Me explico? Gracias a que él estaba cansado todo el tiempo, podía ver cosas que no mirábamos. Nos señalaba desde grupos de grillos, hasta los hormigueros escondidos. Nos decía de las constelaciones, con una asombrosa exactitud y cuando habría luna nueva, sin necesidad de reloj o calendario.

Me intrigaba, porque dentro de todo su cansancio, parecía ser el mejor en todo lo que se propusiera. Es más, podría apostar que si el tipo negaba la incapacidad de sus piernas gordas, correría los cien metros batiendo cualquier record mundial. Ya que el cansado era el más chingón de todos, a excepción de cuando lo ayudábamos a ir al baño cuando estaba sin ganas de levantarse. Aún en eso… admitíamos que en eso era muy bueno: quedarse jetón en el baño.

Así como llegó a nuestra vida, a nuestro barrio tranquilo… se fue. Yo fui el único que lo miré partir, sus ojos de regalo le brillaban y movió sus manos regordetas en señal de travesura.

–¿Alguna vez has soñado con ser Doña Lucha?

Parpadeé perplejo.

–Yo si, el día de hoy… y mañana temprano lo seré.

Alzó su gran cuerpo y caminó, alejándose en el pavimento. Sonreí confundido y me acaricié el cabello–: Buena suerte con tu cambio de sexo, ojalá tuvieras cien vidas para arrepentirte de uno u otro.

Creo que me alcanzó a escuchar, porque se fue riendo… mientras se acariciaba la barriga…

Mientras se acariciaba la barriga…