La quinta pata la tenía, absurdamente, bajo la quijada y tenía, por lo menos, novecientos años. No era un gato, no uno verdadero, pero parecía uno. Tenía las orejas de gato, la cola de un gato, las manchas de gato, caía parado igual que un gato, pero esa pata… esa quinta pata, abajo de la quijada, tan larga como las otras cuatro y tan igual de vivita que movía los dedos y sacaba las uñas. Unos decían que era un mutante de chernobyl, otros más decían que su madre fue la esfinge. Nadie sospechaba la verdad: era un cienvidis antropomorfus, igual que otros cien, quien había decidido ser un gato de cinco patas y ya llevaba novecientos años con el teatrito.

Pues es que la vida de un gato de cinco patas dura cien años y pues siendo cien vidas, con nueve vidas gatunas, hagan ustedes cuentas y me platican un número, seguramente les diré que si o que no. Según a mi conveniencia o a la del cien vidas, que él, hace lo que quiera por más que le chillo que no.

Contaba yo la historia del gato de cinco patas, y mi novia me preguntó, con justa razón: “¿Por qué gato? ¿Por qué novecientos añotes? ¡Si se aburre pronto de lo que es!”. Pues a mi también se me hacía raro, pero escuchen la historia, mis buenos señores. Seguramente se estarán diciendo–: Es que el cien vidas todo lo puede y le gusta hacerse experto en todo lo que hace. Eso también es muy cierto, mi novia, quien otra vez alzó la mano, me dijo lo siguiente–: ¡Pero si cachar ratones tiene su chiste!

Pues, yo también lo pensé así. Pero la verdad es que no, al gato de cinco patas le valía un comino y cuando quería, podía alzar la quinta pata para demostrarlo. Se conseguía algún museo de lo raro, o algún circo de excentricidades, y dejaba que lo alimentaran a base de leche y ratones escurridizos. No tenía tanto chiste, la quinta pata le servía perfectamente para apendejar a los ratones y garra directo al cráneo, comida para el estómago. Cuando no había circos o museos, siempre podía vivir una temporada con alguna viejita amante de los felinos. Siempre tenían mala vista o alta tolerancia a su quinta pata, y le daban de comer y vivía con ellas… hasta que transcurriera el tiempo y ella muriera.

Lo que si tenía prohibidísimo, eran los bosques de cazadores y los científicos genetistas. Era una lata escaparse de ellos. Una vez, un idiota del bosque le confundió con un conejo y enojado, el gato de cinco patas le gritó–: ¡Imbécil! ¡Las recetas están en otra parte!

Sucedieron novecientos años, así, para el gato de cinco patas… hasta que tuvo un dueño peculiar: un hombre de sombrero de fieltro, amplia barba canosa como los pelos rebeldes que no caían de su calva y lentes de fondo de botella. Ese señor le sonreía mucho, con todas las arrugas que eso significaba, y le acariciaba en las noches. Lo menos que hacían eran hablar. Tan sólo se miraban, él sonreía, y el gato maullaba mientras su quinta pata estiraba los dedos. Mañanas, tardes y noches pasaban juntos.

Le acarició la quinta pata, una tarde de cielos naranjas. El viejo cerró sus ojos y se sentó en un columpio. El gato saltó a su regazo y se acurrucó ahí.

–Ya se te olvidó quien eres, cien vidas. Yo también fui uno y esta es mi última. Todo se ha resuelto y lo mío ha terminado, no como debía de ser, pero ha terminado. Torcí tantito el camino, pero al menos pude vivir mi última completa. ¿Por qué te niegas a terminar lo tuyo? –dijo el viejo y acarició el lomo del gato, quien le ignoró–. Te faltan tantas vidas todavía. Tienes que seguir, o se te olvidará.

El gato de cinco patas suspiró, igual que un humano, alzó su rostro para encarar al viejo.

–Tantas vidas todavía y tú ya te cansaste, pobre, pobre gato. Ándale minino, ándale. Que hoy es mi último día y no quieres ver lo que sucede cuando nos morimos: se muere cien veces en un día, por las cien vividas. Pero… pero… me pregunto, ¿tú cómo morirás?

El gato sonrió… cansado no estaba, no señor, demostraría pronto lo que era estar cansado. Saltó del regazo y se fue corriendo, con las cinco patas, sin mirar atrás la sombra del viejo columpiándose en una tarde de cielos naranjas.