Sólo nos queda el café que tomamos juntos en las noches.

A veces me acompaña a ver televisión. A veces me escucha. Cuando lo veo, invariablemente encuentro los rasgos de mis tres hermanos. Recuerdo cuando mis hermanos le dijeron que podría tener una barba abundante y para afeitarla, necesitaría un montón de agua caliente y papel higiénico para cubrir las heridas, limpiar la sangre. Lo educaron, le dijeron cómo ser hombre. Por eso nunca me preocupé de ser mamá soltera; había quien le enseñara el lenguaje que nosotras no comprendemos. Mis hermanas, mi madre y yo nos dedicamos a enseñarle los juegos de nosotras. Desde las respuestas indicadas a las preguntas que hacemos hasta que no hay amor más grande, y con tantos sacrificios, como el nuestro.

Él se bebió nuestras enseñanzas aunque en realidad no nos prestaba mucha atención. Y nosotros tampoco se la pedimos. Su educación fue natural. Queríamos protegerlo y que se sintiera parte de nosotros. Nuestra mejor enseñanza, de ello dependíamos, era la importancia de nuestra unión.

Intentó aprenderlo pero sus ojos lo rindieron. Lo llevaron a otra parte y nos traicionaron.

Él aprendió otra cosa, él cambió su mirada. No fue culpa de ninguna de las cuatro ni de mis hermanos. Esa mirada la tenía desde que nació, la mirada lejana del hombre que no pertenece a ningún lugar. Cuando salió del vientre y miré sus ojos por vez primera, sabía que lo tendría poco tiempo conmigo. ¿Pero es qué no es así todo el tiempo? ¿No es natural que los hijos se vayan algún día? ¿No lo enseñan en la televisión y en la vida? Desde que lo conozco mi hijo es así. Nos dice que tiene miedo de caminar y cuando volteamos, ya está corriendo ¡Míralo, míralo correr! ¡Parece un juego! Y cuando lo descubrimos, lo jalamos con nosotros de nuevo y nos dice con una sonrisa, con esa mirada que esconde algo y sólo habla silencio, que tiene miedo de caminar. Como si se burlara de nosotros, como si él quisiera enseñarnos lo que nunca aprendimos.

Como si el miedo fuera sólo una palabra.

Yo quise tantas cosas para él y le compré otras tantas. Todos los fines de semana me lo llevaba a Sanborn’s y él aprendió a pedir sus hamburguesas, como él las quería. Le conseguí la mejor educación, la que me dijeron era la indicada. Quería borrarle esa mirada y si no era posible borrársela, al menos que comprendiera sus consecuencias. Pero nació con ella y también con la necedad. Observé a mi hijo crecer, perderse poco a poco, separarse con la lentitud de una costra. Él y yo cuando estábamos juntos y ahora lo desconozco, ahora es ese completo extraño. Es mío y no lo es.

Sólo basta mirar sus ojos y querrás preguntarle de dónde es.

Prende un cigarrillo y se pierde durante horas, trato de hablarle y las palabras se me atoran. Me doy cuenta que no digo las cosas como él las quiere escuchar, pero no las corrijo. Yo aprendí a aceptarlo, que él aprenda lo mismo. Está ahí y con un movimiento de cabeza acepta mis sueños de señora grande. Los sueños que nunca cumplí de chiquilla y quiero cumplir ahora. ¿Quién es el egoísta? ¿Yo, por querer enseñarle mis sueños absurdos? ¿O él, por no dejarme entrar a mirar los suyos? No lo sé. A veces es prudente. Siempre me tolera. Nunca me ha dado motivos para no tolerarle yo a él y si le pido algo, lo cumple. Como si ya no le importara pelear conmigo. Entonces hago el recuento de los años y así fue siempre. Me pregunto en las noches: ¿Es qué alguna vez peleamos?

Tan juntos y tan separados.

¡Qué cosas digo! Mi hijo siempre ha estado ausente y su mirada tiene la culpa. Una mirada que está a punto de explotar. Una mirada apaciguada por voluntad propia; pues sabe que se puede ir en cualquier segundo. Mi hijo espera. Tiene la mirada de aquel que observa en el espejo durante horas, preguntándose quien es realmente y de dónde sacó la barba, y los ojos tristes, y la cicatriz en la ceja. Ojalá yo pudiera decirte, ojalá yo lo supiera. Y si fuera así no se lo diría porque ¿sabes? Sería peor que matarlo. Le diré: “Acompaña a esta señora nada más y descubre quien fui yo, tal vez te sirva de algo o tal vez no. No lo creo, desde que naciste sabías quien era yo”.

Le diré: “Tómate otro café conmigo, antes de que te vayas”.