Chuang-Tzu alguna vez soñó que era una mariposa. Cuando despertó, no sabía si él era la mariposa soñando ser hombre, o un hombre que soñó ser una mariposa.

Alas y viento, sus antenas debían decirle por dónde. Poco recordaba de aquella vida como monje budista, convertido al taoísmo. Sólo sabía ser mariposa y nunca quiso ser nada más. Era una mariposa blanca en medio de flores, en medio de lluvia y viento. Común y corriente, volando entre las sonrisas de los niños y huyendo de aquellos que había escuchado les atrapaban y les coleccionaban. Aún a especímenes tan comunes como ellos.

¿Por qué el hombre quiere atrapar la belleza y clavarle las alas en un papel?
¿Por qué se dedica a arrancarle las patas y las antenas, aún siendo niños?

Esos no son cuestionamientos para las mariposas. Siguió planeando, durante días y siguió buscando flores, debía alimentarse. Embellecía jardines sin proponérselo y escapaba de los depredadores, las ratas con alas que llamaban palomas. Ser mariposa era un trabajo de veinticuatro horas, y había gastado mucho tiempo en el capullo, cuando era feo: tan sólo un gusano. (¿Pero es qué alguna vez había sido gusano? Así se preguntó la mariposa, y no recibió respuesta de sus pocas neuronas. Tan sólo la palabra hombre, que le venía a la mente).

Conoció a otra mariposa, una hembra, y voló con ella alrededor. Hacía mucho calor ese día y no había nada más refrescante que buscar la procreación de la especie. Voló e hizo círculos, en medio de las manos de un par de enamorados que les miraron y cruzaron caminos. Todavía no decidían a besarse, pensó la mariposa. La mariposa blanca persiguió a su igual, la que sería su amante y cumplió con el contrato de la naturaleza, confundiendo sus alas blancas con las de la otra, en las hojas secas de un jardín cercano.

Así sucedió la vida de la mariposa, sin medir el tiempo, sin desear nada más.

Fue volando, un buen día, que se posó en el brazo de un indigente ciego, quien estaba sentado en medio de la calle. Estaba lleno de cabello y barbas, de ropa vieja y mal-oliente. Sentado en sus propias heces, en su orina. Sonriendo, entristeciendo, en medio de su locura sin decidirse cuál de las dos. Murmuraba cosas en un lenguaje que no comprendía y los ojos, estaban perdidos hacía unos cuantos kilómetros, en el pasado. Ojos blancos, llenos de cataratas y nostalgia. La mariposa se posó en su brazo y desapareció.

Siempre había sido un indigente, soñando ser una mariposa.

Tung-kuo Tzu alguna vez le preguntó a Chuang Tzu: “¿Dónde está el Tao?”
—Está en todas partes —respondió Chuang Tzu.
Tung-kuo Tzu le dijo: “Debieras ser más específico”.
—Está en las hormigas —dijo Chuang Tzu.
“¿Por qué es tan insignificante?”
—Está en el pasto.
“¿Todavía más insignificante?”
—Está en el fragmento de una olla rota.
“¿Tan insignificante es?”
—Está en el excremento y en la orina —dijo Chuang Tzu.

No hay nada que sea tal y tal. No hay nada que no sea correcto.

El espacio bajo el cielo está ocupado por la unidad de todas las cosas.