No era ni citadino, ni pueblerino, ni provinciano, ni regiomontano. Sencillamente, siempre quiso ser ermitaño. Un ermitaño niño, o un viejo ermitaño, o sencillamente el ermitaño. Hace mucho tiempo que nació y no se sabe, siquiera, si vivió. Delgado hasta los huesos, con ropas que ya no eran ropas, sucio y manchado por el polvo… eligió las alcantarillas para hacer su morada. Ni ciudad, ni pueblo, simplemente alcantarillas de inmundicia. El olor era insoportable, y había otros seres viviendo allí abajo, pero él a todos los corrió. Alzando su bastón, que más bien era la pata de una silla, y poniendo sus ojos de loquito, así así bien abiertos, los ahuyentó. Corría de aquí para allá con sus piernas delgadas y aullaba en las noches como lobo, le gustaba vivir solo. Acondicionó su morada, a como él quería y en la entrada puso el letrero: “Solo, sólo yo”.

Ahhh, pero el día vino que el ermitaño no quería vivir solo y conoció a una princesita. Inmediatamente tachó las palabras del viejo letrero y las cambió por: “Vivienda para dos”. Ya muy feliz, a la princesa le fue ofrecer matrimonio y esta indiferente dijo que no. Que prefería al rey gnomo del no se qué del no se cuando, qué podía darle alas del no se qué, del no se cuando y ¿luego qué haría sin aire, sin sol, sin cielo y sin no se qué, del no sé cuándo? ¡Ay y qué quería vivir en un loft, con tina en medio y no sé qué, del no sé cuando!

Pues el ermitaño, alzando su bastón refunfuñando se fue y quitó su letrero, y aulló todo el día, y con las alcantarillas acabó. Cuando ya no hubo alcantarillas, parpadeó durante horas, ¿qué había hecho? ahora si, ahí nadie podría vivir. Se quedó horas, pensando que debía elegir: si ciudad o pueblo. ¡Con la gente volvería a convivir, qué destierro!